martes, 3 de febrero de 2009

LA EVALUACIÓN EN EL CENTRO DEL PROCESO EDUCATIVO

JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA
Esp. Educación y Desarrollo Intelectual
Lic. Filosofía y Ciencias Religiosas


La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje ha adquirido en los últimos años una importancia central en los sistemas educativos, dado que es en ella que se develan la filosofía y el enfoque reales de los proyectos educativos pensados y emprendidos por las instituciones educativas. La evaluación hoy en día se comprende desde “la conceptualización de Educación, en tanto derecho humano fundamental, como bien público irrenunciable e indispensable para el pleno desarrollo del ser humano” (Valdés et al, 2008).

La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, que busca obtener en forma metódica y continua información sobre el desempeño y el logro de los estudiantes, hace patente la calidad del servicio educativo. La evaluación de los aprendizajes de los alumnos sirve para determinar cuáles son los puntos fuertes y débiles de un sistema educativo, y a partir de las inferencias que se extraigan, reorientar el aprendizaje de los alumnos y las prácticas de enseñanza de los maestros.

En otras palabras, la evaluación educativa permite verificar si se están satisfaciendo las necesidades de aprendizaje de los estudiantes, las cuales abarcan tanto las herramientas esenciales para el aprendizaje (lectura, escritura, expresión oral, cálculo, solución de problemas) como los contenidos básicos del aprendizaje (conocimientos teóricos y prácticos, valores, actitudes, competencias), necesarios para que las personas puedan vivir dignamente y participar en las realidades sociales, laborales y culturales de su comunidad (cf. Declaración de Jomtien, 1990). Si estas necesidades no son satisfechas, los futuros ciudadanos no podrán respetar ni enriquecer su cultura; promover la educación de los demás; defender la causa de la justicia social; promocionar los valores humanistas; o velar por el respeto de los derechos humanos.

Es tal la importancia que ha adquirido la evaluación educativa, que en el Plan Decenal de Educación 2006-2016, dentro del capítulo de los desafíos de la educación en Colombia, se destaca el papel de la misma en un sistema educativo articulado, coherente y contextualizado:

“La evaluación se aborda como el proceso mediante el cual se identifican fortalezas, debilidades y se plantean estrategias de fortalecimiento y reestructuración. Es importante desarrollar y consolidar un sistema integrado de evaluación de aprendizajes en todos los niveles con proyección internacional” (Plan Decenal 2006-2016, 2008).

Por lo anterior es importante:

“Organizar, implementar y consolidar un sistema de seguimiento y evaluación del sector educativo, que de cuenta dé logros y dificultades de los estudiantes” (Ídem).

Infortunadamente, o afortunadamente, no basta con una declaración política sobre la evaluación como una serie de acciones prioritarias dentro del quehacer educativo. Es necesario avanzar hacia la comprensión científica, pedagógica y administrativa de la evaluación en el contexto de la vida académica de las instituciones educativas.

La comprensión exigida, es decir, la elaboración de una teoría sobre la evaluación, requiere ser contextualizada. Para ello es necesario vislumbrar los desafíos o retos que enfrente la educación.

En el contexto nacional, y latinoamericano, existen dos retos prioritarios: primero, recuperar el “retraso acumulado” en el siglo XX y establecer un sistema educativo universal, democrático y de calidad; segundo, enfrentarse a los retos del siglo XXI, signados por los cambios tecnológicos, las sociedades del conocimiento, el desarrollo y la innovación científica y los nuevos significados de la cultura (cf. Metas Educativas 2021, 2008).

La Unión Europea ya había identificado los anteriores retos (incluyendo la mundialización de la economía) para el siglo XXI como transformaciones profundas, diversas y durables que impactan la actividad económica y la forma como funcionan las sociedades, transformaciones que terminan por afectar, en mayor o menor medida, los sistemas educativos. Estos retos, denominados choques, participan en la evolución hacia la sociedad cognitiva, y así como representan riegos, también aportan posibilidades que hay que tomar (cf. Enseñar y Aprender. Hacia la Sociedad Cognitiva, 1995).

En la actual circunstancia histórica se ha llegado a una especie de consenso: el conocimiento se ha convertido en recurso fundamental para el progreso de los pueblos, y acceder a él tiene una nuevas implicaciones, pues ya no se trata de recordar y repetir la información; se trata, ahora, de ser competentes para buscar, encontrar y utilizar dicho conocimiento. Las sociedades actuales están muy interesadas en el conocimiento, pero el dominio de éste puede estar acompañado de desigualdades, exclusiones y luchas sociales (cf. Hacia las Sociedades del Conocimiento, 2005), o puede conducir a un nuevo oscurantismo causado por el crecimiento exponencial de la información, que impide una mirada global del ser humano (cf. Carta de la Transdisciplinariedad, 1994).

Las sociedades de hoy tienen en el conocimiento uno de sus recursos más preciados. Acceder en condiciones de igualdad y universalidad a la información es básico para el desarrollo y sostenimiento de sociedades democráticas. Pero información no es sinónimo de conocimiento:

“La información es efectivamente un instrumento del conocimiento, pero no es el conocimiento en sí. La información que nace del deseo de intercambiar los conocimientos y hacer más eficaz su transmisión, es una forma fija y estabilizada de éstos que depende del tiempo y de su usuario: una noticia es ‘fresca’ o no lo es. La información es potencia una mercancía que se compra y vende en un mercado y cuya economía se basa en la rareza, mientras que un conocimiento –pese a determinadas limitaciones: secreto de Estado y formas tradicionales de conocimiento esotéricos, por ejemplo– pertenece legítimamente a cualquier mente razonable, sin que ello contradiga la necesidad de proteger la propiedad intelectual. La excesiva importancia concedida a las informaciones con respecto a los conocimientos pone de manifiesto hasta qué punto nuestra relación con el saber se ha visto considerablemente modificada por la difusión de los modelos de economía del conocimiento” (Hacia las Sociedades del Conocimiento, 2005).

Una cosa es cierta: “una información no crea forzosamente sentido” y será una “masa de datos indiferenciados” hasta que sea tratada con discernimiento y espíritu crítico; analizada; seleccionada en sus distintos elementos e incorporada a una base de conocimientos. Igualmente, el exceso de información “no es forzosamente una fuente de mayor conocimiento” (cf. Ídem). Esta realidad tiene unas implicaciones enormes para la educación y el aprendizaje.

Los sistemas educativos tienen que adaptarse a la evolución de la sociedad; convertirse en un factor de desarrollo, cumpliendo un papel económico, científico y cultural; y ser generadores de valores, creando un lenguaje universal que permita superar contradicciones y transmitir un mensaje a todos los habitantes del planeta, pese a su diversidad (cf. Delors et al, 1996).

El conocimiento, gracias a las nuevas tecnologías, ha ampliado su espacio público, lo cual favorece un acceso igual y universal al mismo; esto, a su vez, impone nuevas formas de búsqueda, elaboración y adquisición del saber. “Aprender a aprender” es el nuevo desafío, ya no reducido a un espacio-tiempo determinado por la escuela y la escolaridad formal, sino ampliado a toda la vida y a lo largo de ésta, con una gama de formas de conocimiento que responden a los distintos niveles de realidad, “regidos por diferentes lógicas” (cf. Carta de la Transdisciplinariedad).

La magnitud del conocimiento humano actual hace que su cobertura en la educación formal sea imposible. Un currículo significativo tiene que estar concebido y orientado a proporcionar a los estudiantes las herramientas intelectuales y las estrategias de aprendizaje necesarias para que comprendan su realidad. La escuela está llamada a brindar las herramientas de la comprensión para el aprendizaje autónomo a lo largo de la vida (cf. Bransford et al, 2000).

La nueva ciencia del aprendizaje hace énfasis en el aprendizaje con comprensión. Aunque sólo unos pocos dominios del aprendizaje han sido examinados con profundidad por parte de la ciencia, los estudios sobre la memoria y la estructuración del conocimiento; la resolución de problemas y el razonamiento; los procesos normativos que rigen el aprendizaje y la metacognición; y el surgimiento del pensamiento simbólico, permiten destacar tres implicaciones importantes sobre la enseñanza y el aprendizaje (cf. Ídem):

1) Los estudiantes “llegan a las aulas de clase con ideas preconcebidas acerca de cómo funciona el mundo”. El proceso de elaboración de “un sentido del mundo” comienza a temprana edad. Estos entendimientos iniciales tienen unos efectos poderosos sobre los posteriores aprendizajes, favoreciéndolos u obstaculizándolos. La enseñanza se constituye, entonces, en una transformación de estas percepciones primarias en comprensiones mejor elaboradas y más complejas, desde lo conceptual y lo teórico.

2) La educación está llamada a brindar las herramientas suficientes para que los alumnos resuelvan problemas, lo cual implica que ellos construyan una red conceptual profunda, sostenida en una base firme de conocimientos; comprendan los hechos, contextualizándolos en el marco conceptual construido; y organicen de tal forma el conocimiento que lo puedan recuperar fácilmente cuando lo requieran.

3) La enseñanza debe “ayudar a los estudiantes a aprender a tomar el control de su propio aprendizaje”, definiendo los propios objetivos y monitoreando el progreso en el logro de los mismos. Las habilidades metacognitivas son esenciales para el aprendizaje autónomo. A los niños se puede enseñar habilidades metacognitivas tales como la capacidad para predecir resultados; tomar nota de los propios errores y hacerse explicaciones internas para mejorar la comprensión; planificar las tareas de aprendizaje y medir el propio ritmo; y organizar en su memoria los conocimientos adquiridos. Las habilidades metacognitivas favorecen la posterior transferencia de lo aprendido a nuevos contextos y situaciones.

Hoy el aprendizaje se conceptualiza no sólo como una cuestión de adquisición de conocimientos y habilidades; se comprende como un avance hacia niveles más altos de competencia, teniendo como base los conocimientos existentes de la persona, porque los nuevos entendimientos se desarrollan y ocupan el lugar de aquellos. En cualquier momento del desarrollo del aprendizaje, éste puede ser descrito y cartografiado como un progreso en la construcción de conocimientos cualitativamente más ricos, con un orden superior de habilidades y un mayor entendimiento.
Las sociedades del conocimiento y del aprendizaje tienen que permitir a todos “estar al día”, para poder enfrentar y resolver los problemas que se suscitan. Esto supone una evaluación constante de sobre la pertinencia de los conocimientos poseídos.

Actualmente existe un debate en torno a la evaluación educativa, previéndose el advenimiento de una nueva generación de evaluaciones, con un problema de fondo: a diferencia de los bienes y servicios no existe un parámetro de medición precisa para los saberes, máxime cuando en las sociedades del conocimiento los aprendizajes son objeto de un intercambio continuo. Es decir, los recientes acontecimientos sociales, tecnológicos y laborales están transformando las habilidades (competencias) que los estudiantes deben desarrollar, lo cual redefine lo que ellos deben aprender (cf. Pellegrino et al, 1999).

En el contexto de las sociedades de la información, del conocimiento y del aprendizaje el papel de la evaluación educativa, de acuerdo con James Pellegrino, es:

ü Ayudar a todos los estudiantes a aprender y a tener éxito (en la escuela y en su vida).
ü Dinamizar el potencial de aprendizaje de los alumnos.
ü Evidenciar, lo más claramente posible, la naturaleza de sus logros y el progreso de su aprendizaje.
ü Favorecer la equidad.

De lo anterior se desprende la naturaleza de la evaluación educativa: se evalúa para favorecer los aprendizajes (evaluación formativa o evaluación para el aprendizaje) y se evalúa para conocer el nivel de logro alcanzado (evaluación sumativa o evaluación de logro de aprendizajes). En cualquiera de estas modalidades la evaluación se constituye en una herramienta pensada y diseñada para observar el comportamiento de los estudiantes durante su proceso de formación y a partir de esta observación generar información de la que se pueden extraer inferencias razonables acerca de lo que sabe.

Con base en una serie de principios científicos, psicológicos, pedagógicos y filosóficos, para poder formular conjeturas razonables, la evaluación educativa se estructura con base en tres elementos fundamentales e interdependientes (cf. Ídem):

1) Una teoría cognitiva, o conjunto de creencias acerca de cómo los estudiantes se representan el conocimiento, aprenden y desarrollan competencias en determinados dominios. Estas concepciones también se refieren al tipo de tareas, problemas y situaciones que incitan a elaborar y estructurar conocimientos y cualificar habilidades.

2) Una serie de ciertas suposiciones sobre qué tareas (observables) tienen más probabilidad para manifestar los aprendizajes y las habilidades que tienen los estudiantes.

3) Una serie de hipótesis y modelos interpretativos de los comportamientos observados, para extraer inferencias (razonables) de lo que los alumnos saben y pueden hacer. En las actuales prácticas evaluativas, la interpretación se hace de una manera muy informal e intuitiva.

Las creencias sobre el aprendizaje afectan la evaluación educativa, y generan y determinan lo que se debe evaluar, el tipo de evaluación y sus herramientas, y la cadena de razonamientos sobre lo que los estudiantes saben, hacen o pueden hacer. Si se asume que en el centro del currículo, de la enseñanza, del aprendizaje y de la evaluación está la cognición, a la evaluación le compete:

ü Monitorear la forma como los estudiantes organizan la información, las estrategias que utilizan para resolver problemas y los esquemas y patrones que emplean para reconocer, recuperar rápidamente y aplicar en forma eficiente e idónea los conocimientos.

ü Rastrear la metacognición o proceso de reflexión sobre la dirección del propio pensamiento. La metacognición es crucial para la eficacia del pensamiento, la resolución del problemas y la superación de los errores.

ü Posibilitar el tránsito y la transformación del pensamiento ingenuo a un pensamiento conceptual, a una comprensión más compleja sobre el mundo y sus fenómenos.

ü Permitir la transferencia de lo aprendido a otros contextos y situaciones.

ü Examinar las prácticas comunicativas de los estudiantes y la participación de éstos en grupos de estudio, de trabajo y de discusión.

ü Suministrar información valida, confiable y oportuna a los estudiantes sobre las fortalezas y debilidades de su proceso de formación, y sobre los logros de sus aprendizajes.

La educación tiene como propósito último que el alumno consolide en sus esquemas de comportamiento las capacidades, habilidades y destrezas necesarias para lograr una vida personal de satisfacción y participación:

“La educación no tiene mayor objeto que preparar a las personas para que vivan vidas de satisfacción personal y responsabilidad. Por su parte, la educación científica (...), debe ayudar a que los alumnos desarrollen las ideas y hábitos mentales que necesitan para llegar a ser seres humanos compasivos, capaces de pensar por sí mismos y encarar la vida con inteligencia. Les debe proporcionar también lo necesario para poder participar racionalmente con sus semejantes a fin de construir y proteger una sociedad abierta, decente y vital” (Proyecto 2061, 1989).

En una sociedad, como la colombiana, que a ha ido alineando su currículo con estándares de competencias, el proceso de formación busca paulatinamente que el estudiante se integre apropiadamente en un número diverso y plural de redes sociales, al tiempo que permanece independiente, y personalmente eficaz al asumir situaciones “que le son conocidas como en otras nuevas e imprevisibles”. Como toda situación, social o natural, está sujeta a cambios, la formación por competencias brinda las herramientas para que los alumnos actualicen sus conocimientos y destrezas, con el fin de mantenerse al día en los avances de la cultura (cf. Competencias Clave, 2002).

En una educación centrada en la cognición y en el desarrollo de competencias, la consigna de la evaluación –como ya se expresó antes– es “evaluar para aprender”, “evaluar para dinamizar el potencial de aprendizaje”, evaluar para facilitar altos niveles de rendimiento de los estudiantes, ayudándoles a tener éxito en la escuela (cf. Pellegrino et al, 1999). La información suministrada por el sistema evaluativo sobre la naturaleza de los logros y el aprendizaje de los alumnos, determina las próximas acciones a emprender en la enseñanza y hace parte integrante de la búsqueda de la calidad..

Una evaluación elaborada sobre los principios de cómo los estudiantes aprenden y piensan, y cómo desarrollan competencias en determinados dominios asume y evidencia las características que Edgar Morin ha esbozado para todo conocimiento pertinente: contextualiza el saber, para que adquiera sentido y validez; lo globaliza, permitiendo percibir el todo en el que se organizan los diferentes elementos; y favorece la multidimensionalidad y la complejidad, con toda la red de relaciones inseparables, interdependendientes e interactivas entre los fenómenos (cf. Morin, 1999).

Crear una evaluación con estas características y basada en dichos principios es una necesidad; no un lujo y, menos, un imposible. Lo es, igualmente, el desarrollo de un sistema de evaluación justo e equitativo.

“Mejorar la calidad de la educación sigue siendo el gran desafío de los sistemas educativos de América Latina y el Caribe. De esta forma, estados y gobiernos, cada vez con mayor claridad, ven la necesidad de unir esfuerzos y estrategias para diseñar e implementar acciones y políticas que permitan ofrecer y mantener una educación de calidad, disponible para todos y distribuida de manera justa y equitativa. Buscan así romper los determinismos sociales que se han instalado en el escenario educativo de nuestros países, los que –respondiendo en parte a las graves desigualdades sociales– mantienen en desventaja y con escaso acceso a las oportunidades disponibles en las sociedades a los sectores más pobres y grupos minoritarios en ellas” (Valdés et al, 2008).

Este ideal se enfrenta a una realidad: los maestros han recibido en su preparación (universitaria y continua) una preparación deficiente para cumplir con responsabilidad las tareas evaluativas; esta preparación ha estado crónicamente mal enfocada (cf. Shepard, 2006). De ordinario se piensa que es suficiente con que sepan qué enseñar en forma idónea. Es necesario que los docentes adquieran competencias en evaluación, las cuales deben estar directamente relacionadas con las competencias para la enseñanza y con las decisiones que se toman en torno a qué enseñar y cómo enseñarlo. Una buena evaluación determina el derrotero, el sendero, el currículo; y esto, a su vez, refuerza la idea entre el vínculo teórico entre enseñanza, aprendizaje y evaluación.

La evaluación, como se mencionó anteriormente, permite, por una parte, respaldar y reforzar el proceso de aprendizaje (evaluación formativa) e identificar, por la otra parte, los niveles de logro alcanzados (evaluación sumativa). Como se trata de un sistema, los dos tipos de evaluaciones son interactivos, interdependientes y, por tanto, inseparables. Es necesario superar la oposición entre lo formativo y lo sumativo, ya que cada forma de evaluar depende de los propósitos que se establezcan (cf. Ravela, 2006).

La evaluación formativa cumple un papel muy importante en el proceso de enseñanza-aprendizaje, ya que permite al docente realizar un monitoreo y una comprensión continuos de lo aquello que los estudiantes van logrando y cómo y con qué dominio lo están haciendo.

“La evaluación formativa, eficazmente implementada, puede hacer tanto o más para mejorar la realización y los logros que cualquiera de las intervenciones más poderosas de la enseñanza” (Shepard, 2006).

Una evaluación formativa pedagógica y científicamente elaborada se debe basar en los tres elementos ya descritos: una concepción sobre la cognición y el aprendizaje de los alumnos, dado que ésta es el aspecto unificador que da cohesión al currículo, la enseñanza y la evaluación; una serie de instrumentos o tareas para la observación; y un modelo interpretativo, que para nuestra circunstancia nacional se alinea con los estándares curriculares por competencias. Además, por estar orientadas a monitorear la forma como los estudiantes resuelven problemas; dirigen su propio pensamiento; transfieren lo aprendido; y participan en la construcción social de saberes, acciones todas involucradas en el desarrollo de las competencias, las tareas de esta evaluación tienen otras cualidades: deben ser inéditas, en el sentido que no reproducen tareas ya resueltas, sino que constituyen variantes; complejas, porque movilizan de manera integrada diversos conocimientos, saber-hacer y actitudes; y, adidácticas, en cuanto que los enunciados no inducen los procesos a seguir y no indican los recursos necesarios para su resolución. Este carácter adidáctico “constituye una condición sine qua non de la tarea de evaluación de las competencias” (Denyer et al, 2008). La evaluación no puede potenciar ni impulsar el aprendizaje si se basa en tareas o preguntas “que distraen la atención de los verdaderos objetivos de la enseñanza”, pues no se trata de centrarse en lo más fácil de observar, “sino en lo que es más importante aprender” (Shepard, 2006). La evaluación formativa está llamada a realizarse en el contexto de actividades de aprendizaje significativo y culturalmente relevantes..

En una educación centrada en la cognición y en el desarrollo de competencias, es importante definir de antemano los propósitos de la evaluación formativa y la elaboración de los criterios que muestran la progresión, las trayectorias o los continuos de los aprendizajes a lo largo de los ciclos o en un determinado nivel de formación.

Uno de los aspectos cruciales del diseño fino del currículo y del plan de estudios, está en determinar la trayectoria de los aprendizajes de los estudiantes. Esta progresión responde a la pregunta: ¿qué saben, comprenden y son capaces de hacer los alumnos en distintos momentos de su itinerario escolar? Es imperioso, para la evaluación y la programación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, señalar el recorrido típico de los aprendizajes que efectúa un estudiante. Esta evolución se puede describir en los denominados Mapas de Progreso, instrumentos concebidos para identificar los niveles de logro.

Los mapas de progreso constituyen poderosos instrumentos pedagógicos y administrativos que permiten guiar e interpretar las trayectorias de los aprendizajes. No se trata de establecer en ellos filas de indicadores de logro, sino de desarrollar series de variables de lo que constituye el aumento o disminución de los niveles de desempeño. En otras palabras, la evaluación necesita criterios o marcos de referencia que permitan visualizar en forma general todas las actividades de aprendizaje de un curso, para poder interpretar determinadas “zonas” de aprendizaje; y, para describir si un estudiante se identifica con los conocimientos, destrezas, habilidades y entendimientos típicos asociados con un nivel de progreso o de desarrollo. Estas series de criterios abren la posibilidad de múltiples caminos hacia la excelencia, porque tienen en cuenta el desarrollo cognitivo diferencial de los estudiantes, especialmente de aquellos con discapacidades o con tales excepcionales. Es importante determinar en los mapas de progreso que desempeños pueden alcanzar los alumnos y con que dificultades y limitaciones se tropiezan (cf. Pellegrino et al, 1999).

En un mapa de progreso, cada nivel representa un momento característico del desempeño en el desarrollo del aprendizaje y de las competencias; momento cualitativamente diferente (en generalidad, abstracción y complejidad) de los niveles que le preceden y le siguen. Precisar los propósitos de la enseñanza y, acto seguido, determinar qué evidencias muestran mejor si se logran, permite planear profesionalmente las actividades para la comprensión y el dominio, en tanto saber qué hacer y cuando.

Las concepciones que se tienen sobre la naturaleza del aprendizaje y sobre el desarrollo de competencias en un determinado ámbito, afectan el diseño e implementación de los instrumentos evaluativos y la definición de los modelos interpretativos y los juicios de valor que se establezcan. Estos últimos deben estar, necesariamente, alineados con los estándares curriculares (desagregados en los desempeños identificados en los mapas de progreso); responder a la teoría cognitiva que sugiere los aspectos del conocimiento y las aptitudes con que se quiere caracterizar a los estudiantes; y expresar las capacidades, habilidades, destrezas y valores que describen a las competencias.

Con base en lo anterior, toda evaluación, incluida la formativa, se enfrenta a cuatro problemas básicos: validez; confiabilidad; objetividad; y, justicia y equidad. Estos problemas se derivan de las concepciones que se tienen sobre la evaluación, ya que ésta refleja visiones del mundo, posturas políticas e ideológicas, valores, paradigmas pedagógicos, y porque las interpretaciones y los razonamientos que de ella se infieren son conjeturas y estimaciones imprecisas de lo que los estudiantes saben y pueden hacer.

En la evaluación formativa, la validez se refiere al grado en que las hipótesis y los modelos interpretativos, concretados en los juicios de valor, están adecuadamente sustentados en las tareas que se proponen para observar los diferentes desempeños, y están efectivamente relacionados con los criterios definidos para la evaluación. La validez es una propiedad de las interpretaciones y de los usos que se propone dar a la información obtenida en las observaciones. En otras palabras, la validez se refiere a la calidad de las conclusiones. La confiabilidad está dada por la consistencia y la objetividad de los resultados que se presentan (cf. Ravela, 2006).

“En las aulas, la evaluación formativa es válida si contribuye al progreso del aprendizaje del estudiante. ..., la validez en los contextos de aula alude principalmente a las consecuencias, a qué tan bien las interpretaciones de las evaluaciones informan a las decisiones docentes y cuánto ayudan a hacer que los estudiantes avancen a lo largo de una trayectoria de competencia creciente” (Shepard, 2006).

¿Qué significa ser objetivo al momento de interpretar una evaluación? Para dar respuesta a esta pregunta es conveniente establecer primero, qué se entiende por “objetividad”; para ello hay que hacer una reflexión gnoseológica y epistemológica sobre el concepto (cf. Fourez, 1994). Cuando se “observa”, se observa desde un contexto; la percepción es contextual. Percibir es organizar la mirada desde unos intereses y desde una representación del mundo. Sin lo anterior no hay percepción y, por tanto, no puede haber comunicación. Se percibe y se observa desde la integración del objeto o la realidad observada a una visión, a una teoría.

Cuando se observa “algo” se utiliza un lenguaje (verbal o mental). Este lenguaje “ya es un modelo cultural de estructurar una visión, una comprensión”. En la vida cotidiana, en la ciencia y, por tanto, en educación, nunca se observa a partir de cero. Quien observa lo hace participando de “un universo cultural y lingüístico”; universo en el que se insertan los proyectos de las personas y de las comunidades (sociales, científicas o educativas). Observar “es siempre seleccionar, estructurar y por lo tanto, abandonar lo que no se considera”. No existe neutralidad en la observación, porque no se puede hablar del objeto o de la realidad observada, más que mediante un lenguaje, que es una realidad cultural”. Se habla de algo, se describe algo o se explica algo “a condición de tener suficientes elementos de lenguaje, comunes y convencionales”, para que los oyentes puedan entender. Se comunica una observación en un universo convencional de lenguaje. Los objetos adquieren realidad en virtud de las convenciones culturales del lenguaje (cf. Ídem).

“Decir que ‘algo’ es objetivo es por lo tanto decir que es ‘algo’ de lo que se puede hablar con sentido; es situarlo en un universo común de percepción y comunicación, en un universo convencional, instituido por una cultura” (Ídem).

Las realidades se convierten en objetos de percepción en las comunidades culturales. En este sentido, se es objetivo en una comunidad cultural o social de sentido. Es decir, la realidad se construye socialmente. Este contexto sociocultural aporta el marco de la visión. Entonces, ¿en dónde queda la subjetividad? Existe una relación dialéctica entere lo objetivo y lo subjetivo. La subjetividad la aporta el trabajo “personal” de interpretación en el contexto de lo social. Para ser objetivo tiene que existir una integración social; esa integración es la que permite comunicar la visión personal a los demás. En otras palabras, hablar de una realidad exige establecer equivalencias y acuerdos entre la visión personal (subjetividad) y el contexto social (objetividad).

En la evaluación educativa la objetividad se da cuando la interpretación de las observaciones satisface los criterios social y pedagógicamente establecidos por la comunidad educativa. Estos criterios tienen un referente teórico en el modelo de aprendizaje y se alinean con los estándares curriculares. Y es esta alineación con los estándares básicos de calidad la que permite establecer la justicia y la equidad de la evaluación, dado que dichos estándares promueven “la idea de que hay ciertos aprendizajes escolares a los cuales todos los estudiantes tienen el derecho de acceder”, y se establecen con base en las metas de aprendizaje que se “consideran más relevantes para la vida e inclusión de las personas y los grupos en el mundo del trabajo del siglo XXI”. Estos referentes “promueven el desarrollo de conocimientos relevantes para un mundo altamente interconectado, donde el flujo de personas, procesos y tecnologías requiere de ciudadanos con competencias e informaciones semejantes, así como la capacidad de resolver problemas nuevos en contextos de cambio permanentes” (Ferrer, 2006). Por ser consensos públicos, los estándares están acordados para todos los alumnos del sistema y, por tanto, éstos deben contar con las mismas oportunidades de aprendizaje.

Un elemento importante de la justicia y equidad de la evaluación está dado por la publicidad de los criterios establecidos institucionalmente en cada área para monitorear los aprendizajes. Si los estándares básicos de competencias son “criterios claros y públicos” que permiten “juzgar si un estudiante, una institución o el sistema educativo en su conjunto cumplen” con las expectativas sobre los aprendizajes (cf. MEN – ASCOFADE, 2006), con igual razón lo deben ser los estándares de desempeño (o indicadores de logro identificados en los mapas de progreso) y los criterios particulares (rúbricas o guías de valoración) establecidos para las tareas o actividades de evaluación formativa. Esta publicidad es prioritaria porque la evaluación “requiere que el maestro y el estudiante tengan una comprensión compartida de los objetivos del aprendizaje” (Shepard, 2006).

Las cuestiones referentes a la validez, confiabilidad, objetividad y justeza, pero especialmente las dos primeras, dependen del uso de los instrumentos y de las tareas de evaluación que se implementen en el cotidiano del aula. La evaluación formativa se caracteriza por ser constante, lo que permite identificar las falencias de los estudiantes, hacer las realimentaciones pertinentes y cambiar el curso de los procesos de aprendizaje y consolidación de las competencias. La idea es que exista suficiencia de información para generar interpretaciones “convincentes” (para estudiantes, padres de familia, autoridades educativas) sobre los desempeños alcanzados por los escolares.

“En las aulas, dar sentido a los datos de observación y a las muestras del trabajo de los alumnos significa buscar patrones, comprobar evidencia contradictoria y comparar la descripción emergente en contraposición con modelos del desarrollo de las competencias” (Ídem).

Ahora bien, para monitorear (en forma válida, confiable, objetiva y justa y equitativa) los aprendizajes y dominios de los estudiantes, ¿es suficiente con la sola implementación de la evaluación formativa en el aula del clase? En educación hay que determinar qué han aprendido los alumnos y qué tan bien lo han hecho. Esta evidencia la aporta la evaluación sumativa.

En nuestro medio la evaluación sumativa entró en desprestigio, al instaurarse la evaluación cualitativa de los procesos. Este desprestigio no significa que su práctica haya sido desterrada. Pero no se puede negar que la evaluación sumativa, y la calificación que subyace a ella, “constituyen una seria amenaza para los objetivos de aprendizaje” (Ídem), porque pueden causar desmotivación o, como está sucediendo por cuenta de las pruebas SABER y de Estado, limitar los aprendizajes a la porción del currículo que ella examina.

La evaluación sumativa está destinada a identificar el “logro” en los aprendizajes. Su práctica puede ser interna (implementada por los propios docentes individual o colectivamente) o externa (desarrollada por entidades gubernamentales o privadas). Es importante que esta evaluación esté alineada conceptualmente con la evaluación formativa: “Deben ser plenamente capaces de representar objetivos de aprendizaje importantes, y deben usar la misma gama extensa de tareas y de tipo de problemas para representar la comprensión de los estudiantes” (Ídem). Aún así, ambas tienen finalidades diferentes: la formativa hace posible el aprendizaje; la sumativa ilustra sobre los desempeños, sobre la realización de los logros.

Dada la complejidad que comporta la elaboración de unos buenos instrumentos de evaluación sumativa, por la teorías cognitiva, psicométrica y estadística que los tienen que sustentar, este tipo de evaluación se está desarrollando de forma externa a la cotidianidad del aula, a través de pruebas masivas y de gran escala. Estas pruebas, implementadas a partir de instrumentos estandarizados, permite recoger evidencia sistemática sobre el alcance de los aprendizajes esperados en un sistema educativo (institucional, local, regional, nacional o internacional), a la vez que permite establecer consensos y emitir juicios (pedagógicos, políticos y administrativos), debidamente sustentados sobre las fortalezas y debilidades de los procesos de enseñanza-aprendizaje, y, además, generar esfuerzos centrados en el logro de las metas de aprendizaje propuestas en los estándares curriculares (cf. Ferrer, 2006).

Existen dos parámetros generalizados para la implementación de las evaluaciones sumativas, específicamente para las pruebas externas: valorar el desempeño del evaluado comparándolo con los resultados consolidados de todas las personas que presentan la misma prueba (evaluación con referencia a la norma); o valorar el desempeño del evaluado con aquello que se le evalúa, para inferir qué puede o no hacer una persona frente a situaciones o problemas planteados (evaluación con referencia a criterios), lo que permite emitir juicios bien informados sobre los aprendizajes logrados por el examinado. Las primeras evaluaciones se sustentan en la denominada Teoría Clásica de las Pruebas (TCP); las segundas en la Teoría de Respuesta al Ítem (TRI), también conocida como Teoría de Rasgo Latente (TRL) o Teoría de Respuesta al Reactivo (TRR).

La Teoría de Respuesta al Ítem intenta brindar una fundamentación probabilística al problema de medir propiedades latentes (no observables) de una persona (como la inteligencia), para lo cual hay que plantearle alguna tarea. De acuerdo a la actuación de la persona se puede decir si posee (y en qué medida) dicho rasgo latente. Para hacer esta aproximación se utilizan reactivos (ítemes) que inducen a la actuación; es decir, producen una reacción.

“La necesidad de utilizar reactivos se sigue entonces del hecho de que lo que medimos son rasgos latentes. Ahora, ciertamente, esos reactivos no pueden ser cualesquiera: tienen que ser construidos de acuerdo con la teoría con la que se construyó el rasgo latente. Los reactivos para medir comprensión se deben construir de acuerdo con lo que se plantea en la teoría que la define. Sólo cuando la teoría nos diga qué es la comprensión, sabremos cómo medirla. En este sentido, nos apartamos de la afirmación que hacía algún psicólogo, hace ya unas cinco décadas, cuando se le pedía que definiera inteligencia: “inteligencia es lo que mi prueba mide”. Hoy en día, la teoría de la medida y las teoría de la inteligencia han avanzado lo suficiente como para poder sustentar con buenos argumentos que esta afirmación carece de sentido y, sobre todo, de valor científico. En efecto, hoy aceptamos que no se puede medir algo que no se ha definido previamente de manera explícita.

El principio de que es necesario utilizar reactivos implica entonces la necesidad de contar con un fundamento teórico en el que nos sustentaremos para construir los reactivos. Ese fundamento teórico incluye tanto teorías pedagógicas como elementos didácticos como pueden ser los planes de estudio, normas estatales o políticas educativas. En el caso de Colombia, por ejemplo, los estándares curriculares del Ministerio de Educación Nacional deben hacer parte de ese marco teórico que señala el camino para construir aquellos reactivos que nos permitirán poner en evidencia los rasgos que según el sistema educativo colombiano los estudiantes deben desarrollar” (Escobedo, 2008).

En las pruebas evaluativas elaboradas bajo los parámetros psicométricos de la TRI, el reactivo o ítem se constituye en la unidad básica de la prueba, midiendo sólo un rasgo con independencia (porque no existe relación entre las respuestas dadas a los diferentes reactivos). En otras palabras, se puede decir que dentro de la prueba el reactivo o ítem constituye una unidad semántica que propone al evaluado una tarea específica dentro de un contexto. Esta unidad posee una identidad propia que se articula con una intencionalidad mayor dada en el propósito de la evaluación, el cual se concretiza con base en los estándares.

Según los expertos, las evaluaciones estandarizadas externas tienen una serie de ventajas, tanto para los estudiantes como para las instituciones educativas y los entes administrativos:

ü Promueven la transparencia de los procesos evaluativos, minimizando la alta carga de subjetividad que los acompaña. Esta transparencia es posible por la información específica y ejemplificada sobre los aprendizajes alcanzados.

ü Facilitan la conformación de comunidades de aprendizaje, porque permiten a las comunidades educativas (directivos, maestros, estudiantes, padres de familia) participar en la elección de los mejores criterios de evaluación.

ü Demandan y favorecen niveles crecientes de calidad académica.

ü Permiten a los alumnos realimentar y autorregular sus aprendizajes.

Por todo lo anterior, se puede afirmar que la evaluación no es un producto terminal, sino una forma constante de evidenciar el potencial de aprendizaje de los estudiantes y de hacer evidente las formas como se están satisfaciendo las necesidades de aprendizaje de los niños y los jóvenes. En este sentido, la evaluación continua (tanto formativa como sumativa) favorece la consecución de resultados de aprendizajes reconocidos (estandarizados) y mesurables en las diferentes áreas de formación y en competencias prácticas esenciales para la vida diaria.

“Si las evaluaciones se van a utilizar para realizar un seguimiento y orientar el aprendizaje de los estudiantes, los resultados de la investigación cognitiva sugieren que nuevos tipos de inferencias se necesitan acerca de cómo los estudiantes están adquiriendo conocimientos y habilidades” (Pellegrino, 1999).

Se puede concluir que en el proceso de enseñanza-aprendizaje la evaluación es un factor crucial, básicamente por tres razones: la evaluación es el espejo de una buena enseñanza y de un buen aprendizaje, pues refleja el pensamiento de los estudiantes, así como los contenidos específicos de lo que han aprendido; la evaluación es un continuo, que influye en la programación de la enseñanza y de las tareas involucradas; y, la evaluación proporciona información (a maestros, estudiantes, padres de familia y autoridades) sobre los niveles de competencia y comprensión que los alumnos están alcanzando o han alcanzado al culminar un grado particular de escolaridad (cf. Bransford et al, 2000).


REFERENCIAS

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