miércoles, 7 de octubre de 2009
martes, 3 de febrero de 2009
LA EVALUACIÓN EN EL CENTRO DEL PROCESO EDUCATIVO
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA
Esp. Educación y Desarrollo Intelectual
Lic. Filosofía y Ciencias Religiosas
La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje ha adquirido en los últimos años una importancia central en los sistemas educativos, dado que es en ella que se develan la filosofía y el enfoque reales de los proyectos educativos pensados y emprendidos por las instituciones educativas. La evaluación hoy en día se comprende desde “la conceptualización de Educación, en tanto derecho humano fundamental, como bien público irrenunciable e indispensable para el pleno desarrollo del ser humano” (Valdés et al, 2008).
La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, que busca obtener en forma metódica y continua información sobre el desempeño y el logro de los estudiantes, hace patente la calidad del servicio educativo. La evaluación de los aprendizajes de los alumnos sirve para determinar cuáles son los puntos fuertes y débiles de un sistema educativo, y a partir de las inferencias que se extraigan, reorientar el aprendizaje de los alumnos y las prácticas de enseñanza de los maestros.
En otras palabras, la evaluación educativa permite verificar si se están satisfaciendo las necesidades de aprendizaje de los estudiantes, las cuales abarcan tanto las herramientas esenciales para el aprendizaje (lectura, escritura, expresión oral, cálculo, solución de problemas) como los contenidos básicos del aprendizaje (conocimientos teóricos y prácticos, valores, actitudes, competencias), necesarios para que las personas puedan vivir dignamente y participar en las realidades sociales, laborales y culturales de su comunidad (cf. Declaración de Jomtien, 1990). Si estas necesidades no son satisfechas, los futuros ciudadanos no podrán respetar ni enriquecer su cultura; promover la educación de los demás; defender la causa de la justicia social; promocionar los valores humanistas; o velar por el respeto de los derechos humanos.
Es tal la importancia que ha adquirido la evaluación educativa, que en el Plan Decenal de Educación 2006-2016, dentro del capítulo de los desafíos de la educación en Colombia, se destaca el papel de la misma en un sistema educativo articulado, coherente y contextualizado:
“La evaluación se aborda como el proceso mediante el cual se identifican fortalezas, debilidades y se plantean estrategias de fortalecimiento y reestructuración. Es importante desarrollar y consolidar un sistema integrado de evaluación de aprendizajes en todos los niveles con proyección internacional” (Plan Decenal 2006-2016, 2008).
Por lo anterior es importante:
“Organizar, implementar y consolidar un sistema de seguimiento y evaluación del sector educativo, que de cuenta dé logros y dificultades de los estudiantes” (Ídem).
Infortunadamente, o afortunadamente, no basta con una declaración política sobre la evaluación como una serie de acciones prioritarias dentro del quehacer educativo. Es necesario avanzar hacia la comprensión científica, pedagógica y administrativa de la evaluación en el contexto de la vida académica de las instituciones educativas.
La comprensión exigida, es decir, la elaboración de una teoría sobre la evaluación, requiere ser contextualizada. Para ello es necesario vislumbrar los desafíos o retos que enfrente la educación.
En el contexto nacional, y latinoamericano, existen dos retos prioritarios: primero, recuperar el “retraso acumulado” en el siglo XX y establecer un sistema educativo universal, democrático y de calidad; segundo, enfrentarse a los retos del siglo XXI, signados por los cambios tecnológicos, las sociedades del conocimiento, el desarrollo y la innovación científica y los nuevos significados de la cultura (cf. Metas Educativas 2021, 2008).
La Unión Europea ya había identificado los anteriores retos (incluyendo la mundialización de la economía) para el siglo XXI como transformaciones profundas, diversas y durables que impactan la actividad económica y la forma como funcionan las sociedades, transformaciones que terminan por afectar, en mayor o menor medida, los sistemas educativos. Estos retos, denominados choques, participan en la evolución hacia la sociedad cognitiva, y así como representan riegos, también aportan posibilidades que hay que tomar (cf. Enseñar y Aprender. Hacia la Sociedad Cognitiva, 1995).
En la actual circunstancia histórica se ha llegado a una especie de consenso: el conocimiento se ha convertido en recurso fundamental para el progreso de los pueblos, y acceder a él tiene una nuevas implicaciones, pues ya no se trata de recordar y repetir la información; se trata, ahora, de ser competentes para buscar, encontrar y utilizar dicho conocimiento. Las sociedades actuales están muy interesadas en el conocimiento, pero el dominio de éste puede estar acompañado de desigualdades, exclusiones y luchas sociales (cf. Hacia las Sociedades del Conocimiento, 2005), o puede conducir a un nuevo oscurantismo causado por el crecimiento exponencial de la información, que impide una mirada global del ser humano (cf. Carta de la Transdisciplinariedad, 1994).
Las sociedades de hoy tienen en el conocimiento uno de sus recursos más preciados. Acceder en condiciones de igualdad y universalidad a la información es básico para el desarrollo y sostenimiento de sociedades democráticas. Pero información no es sinónimo de conocimiento:
“La información es efectivamente un instrumento del conocimiento, pero no es el conocimiento en sí. La información que nace del deseo de intercambiar los conocimientos y hacer más eficaz su transmisión, es una forma fija y estabilizada de éstos que depende del tiempo y de su usuario: una noticia es ‘fresca’ o no lo es. La información es potencia una mercancía que se compra y vende en un mercado y cuya economía se basa en la rareza, mientras que un conocimiento –pese a determinadas limitaciones: secreto de Estado y formas tradicionales de conocimiento esotéricos, por ejemplo– pertenece legítimamente a cualquier mente razonable, sin que ello contradiga la necesidad de proteger la propiedad intelectual. La excesiva importancia concedida a las informaciones con respecto a los conocimientos pone de manifiesto hasta qué punto nuestra relación con el saber se ha visto considerablemente modificada por la difusión de los modelos de economía del conocimiento” (Hacia las Sociedades del Conocimiento, 2005).
Una cosa es cierta: “una información no crea forzosamente sentido” y será una “masa de datos indiferenciados” hasta que sea tratada con discernimiento y espíritu crítico; analizada; seleccionada en sus distintos elementos e incorporada a una base de conocimientos. Igualmente, el exceso de información “no es forzosamente una fuente de mayor conocimiento” (cf. Ídem). Esta realidad tiene unas implicaciones enormes para la educación y el aprendizaje.
Los sistemas educativos tienen que adaptarse a la evolución de la sociedad; convertirse en un factor de desarrollo, cumpliendo un papel económico, científico y cultural; y ser generadores de valores, creando un lenguaje universal que permita superar contradicciones y transmitir un mensaje a todos los habitantes del planeta, pese a su diversidad (cf. Delors et al, 1996).
El conocimiento, gracias a las nuevas tecnologías, ha ampliado su espacio público, lo cual favorece un acceso igual y universal al mismo; esto, a su vez, impone nuevas formas de búsqueda, elaboración y adquisición del saber. “Aprender a aprender” es el nuevo desafío, ya no reducido a un espacio-tiempo determinado por la escuela y la escolaridad formal, sino ampliado a toda la vida y a lo largo de ésta, con una gama de formas de conocimiento que responden a los distintos niveles de realidad, “regidos por diferentes lógicas” (cf. Carta de la Transdisciplinariedad).
La magnitud del conocimiento humano actual hace que su cobertura en la educación formal sea imposible. Un currículo significativo tiene que estar concebido y orientado a proporcionar a los estudiantes las herramientas intelectuales y las estrategias de aprendizaje necesarias para que comprendan su realidad. La escuela está llamada a brindar las herramientas de la comprensión para el aprendizaje autónomo a lo largo de la vida (cf. Bransford et al, 2000).
La nueva ciencia del aprendizaje hace énfasis en el aprendizaje con comprensión. Aunque sólo unos pocos dominios del aprendizaje han sido examinados con profundidad por parte de la ciencia, los estudios sobre la memoria y la estructuración del conocimiento; la resolución de problemas y el razonamiento; los procesos normativos que rigen el aprendizaje y la metacognición; y el surgimiento del pensamiento simbólico, permiten destacar tres implicaciones importantes sobre la enseñanza y el aprendizaje (cf. Ídem):
1) Los estudiantes “llegan a las aulas de clase con ideas preconcebidas acerca de cómo funciona el mundo”. El proceso de elaboración de “un sentido del mundo” comienza a temprana edad. Estos entendimientos iniciales tienen unos efectos poderosos sobre los posteriores aprendizajes, favoreciéndolos u obstaculizándolos. La enseñanza se constituye, entonces, en una transformación de estas percepciones primarias en comprensiones mejor elaboradas y más complejas, desde lo conceptual y lo teórico.
2) La educación está llamada a brindar las herramientas suficientes para que los alumnos resuelvan problemas, lo cual implica que ellos construyan una red conceptual profunda, sostenida en una base firme de conocimientos; comprendan los hechos, contextualizándolos en el marco conceptual construido; y organicen de tal forma el conocimiento que lo puedan recuperar fácilmente cuando lo requieran.
3) La enseñanza debe “ayudar a los estudiantes a aprender a tomar el control de su propio aprendizaje”, definiendo los propios objetivos y monitoreando el progreso en el logro de los mismos. Las habilidades metacognitivas son esenciales para el aprendizaje autónomo. A los niños se puede enseñar habilidades metacognitivas tales como la capacidad para predecir resultados; tomar nota de los propios errores y hacerse explicaciones internas para mejorar la comprensión; planificar las tareas de aprendizaje y medir el propio ritmo; y organizar en su memoria los conocimientos adquiridos. Las habilidades metacognitivas favorecen la posterior transferencia de lo aprendido a nuevos contextos y situaciones.
Hoy el aprendizaje se conceptualiza no sólo como una cuestión de adquisición de conocimientos y habilidades; se comprende como un avance hacia niveles más altos de competencia, teniendo como base los conocimientos existentes de la persona, porque los nuevos entendimientos se desarrollan y ocupan el lugar de aquellos. En cualquier momento del desarrollo del aprendizaje, éste puede ser descrito y cartografiado como un progreso en la construcción de conocimientos cualitativamente más ricos, con un orden superior de habilidades y un mayor entendimiento.
Las sociedades del conocimiento y del aprendizaje tienen que permitir a todos “estar al día”, para poder enfrentar y resolver los problemas que se suscitan. Esto supone una evaluación constante de sobre la pertinencia de los conocimientos poseídos.
Actualmente existe un debate en torno a la evaluación educativa, previéndose el advenimiento de una nueva generación de evaluaciones, con un problema de fondo: a diferencia de los bienes y servicios no existe un parámetro de medición precisa para los saberes, máxime cuando en las sociedades del conocimiento los aprendizajes son objeto de un intercambio continuo. Es decir, los recientes acontecimientos sociales, tecnológicos y laborales están transformando las habilidades (competencias) que los estudiantes deben desarrollar, lo cual redefine lo que ellos deben aprender (cf. Pellegrino et al, 1999).
En el contexto de las sociedades de la información, del conocimiento y del aprendizaje el papel de la evaluación educativa, de acuerdo con James Pellegrino, es:
ü Ayudar a todos los estudiantes a aprender y a tener éxito (en la escuela y en su vida).
ü Dinamizar el potencial de aprendizaje de los alumnos.
ü Evidenciar, lo más claramente posible, la naturaleza de sus logros y el progreso de su aprendizaje.
ü Favorecer la equidad.
De lo anterior se desprende la naturaleza de la evaluación educativa: se evalúa para favorecer los aprendizajes (evaluación formativa o evaluación para el aprendizaje) y se evalúa para conocer el nivel de logro alcanzado (evaluación sumativa o evaluación de logro de aprendizajes). En cualquiera de estas modalidades la evaluación se constituye en una herramienta pensada y diseñada para observar el comportamiento de los estudiantes durante su proceso de formación y a partir de esta observación generar información de la que se pueden extraer inferencias razonables acerca de lo que sabe.
Con base en una serie de principios científicos, psicológicos, pedagógicos y filosóficos, para poder formular conjeturas razonables, la evaluación educativa se estructura con base en tres elementos fundamentales e interdependientes (cf. Ídem):
1) Una teoría cognitiva, o conjunto de creencias acerca de cómo los estudiantes se representan el conocimiento, aprenden y desarrollan competencias en determinados dominios. Estas concepciones también se refieren al tipo de tareas, problemas y situaciones que incitan a elaborar y estructurar conocimientos y cualificar habilidades.
2) Una serie de ciertas suposiciones sobre qué tareas (observables) tienen más probabilidad para manifestar los aprendizajes y las habilidades que tienen los estudiantes.
3) Una serie de hipótesis y modelos interpretativos de los comportamientos observados, para extraer inferencias (razonables) de lo que los alumnos saben y pueden hacer. En las actuales prácticas evaluativas, la interpretación se hace de una manera muy informal e intuitiva.
Las creencias sobre el aprendizaje afectan la evaluación educativa, y generan y determinan lo que se debe evaluar, el tipo de evaluación y sus herramientas, y la cadena de razonamientos sobre lo que los estudiantes saben, hacen o pueden hacer. Si se asume que en el centro del currículo, de la enseñanza, del aprendizaje y de la evaluación está la cognición, a la evaluación le compete:
ü Monitorear la forma como los estudiantes organizan la información, las estrategias que utilizan para resolver problemas y los esquemas y patrones que emplean para reconocer, recuperar rápidamente y aplicar en forma eficiente e idónea los conocimientos.
ü Rastrear la metacognición o proceso de reflexión sobre la dirección del propio pensamiento. La metacognición es crucial para la eficacia del pensamiento, la resolución del problemas y la superación de los errores.
ü Posibilitar el tránsito y la transformación del pensamiento ingenuo a un pensamiento conceptual, a una comprensión más compleja sobre el mundo y sus fenómenos.
ü Permitir la transferencia de lo aprendido a otros contextos y situaciones.
ü Examinar las prácticas comunicativas de los estudiantes y la participación de éstos en grupos de estudio, de trabajo y de discusión.
ü Suministrar información valida, confiable y oportuna a los estudiantes sobre las fortalezas y debilidades de su proceso de formación, y sobre los logros de sus aprendizajes.
La educación tiene como propósito último que el alumno consolide en sus esquemas de comportamiento las capacidades, habilidades y destrezas necesarias para lograr una vida personal de satisfacción y participación:
“La educación no tiene mayor objeto que preparar a las personas para que vivan vidas de satisfacción personal y responsabilidad. Por su parte, la educación científica (...), debe ayudar a que los alumnos desarrollen las ideas y hábitos mentales que necesitan para llegar a ser seres humanos compasivos, capaces de pensar por sí mismos y encarar la vida con inteligencia. Les debe proporcionar también lo necesario para poder participar racionalmente con sus semejantes a fin de construir y proteger una sociedad abierta, decente y vital” (Proyecto 2061, 1989).
En una sociedad, como la colombiana, que a ha ido alineando su currículo con estándares de competencias, el proceso de formación busca paulatinamente que el estudiante se integre apropiadamente en un número diverso y plural de redes sociales, al tiempo que permanece independiente, y personalmente eficaz al asumir situaciones “que le son conocidas como en otras nuevas e imprevisibles”. Como toda situación, social o natural, está sujeta a cambios, la formación por competencias brinda las herramientas para que los alumnos actualicen sus conocimientos y destrezas, con el fin de mantenerse al día en los avances de la cultura (cf. Competencias Clave, 2002).
En una educación centrada en la cognición y en el desarrollo de competencias, la consigna de la evaluación –como ya se expresó antes– es “evaluar para aprender”, “evaluar para dinamizar el potencial de aprendizaje”, evaluar para facilitar altos niveles de rendimiento de los estudiantes, ayudándoles a tener éxito en la escuela (cf. Pellegrino et al, 1999). La información suministrada por el sistema evaluativo sobre la naturaleza de los logros y el aprendizaje de los alumnos, determina las próximas acciones a emprender en la enseñanza y hace parte integrante de la búsqueda de la calidad..
Una evaluación elaborada sobre los principios de cómo los estudiantes aprenden y piensan, y cómo desarrollan competencias en determinados dominios asume y evidencia las características que Edgar Morin ha esbozado para todo conocimiento pertinente: contextualiza el saber, para que adquiera sentido y validez; lo globaliza, permitiendo percibir el todo en el que se organizan los diferentes elementos; y favorece la multidimensionalidad y la complejidad, con toda la red de relaciones inseparables, interdependendientes e interactivas entre los fenómenos (cf. Morin, 1999).
Crear una evaluación con estas características y basada en dichos principios es una necesidad; no un lujo y, menos, un imposible. Lo es, igualmente, el desarrollo de un sistema de evaluación justo e equitativo.
“Mejorar la calidad de la educación sigue siendo el gran desafío de los sistemas educativos de América Latina y el Caribe. De esta forma, estados y gobiernos, cada vez con mayor claridad, ven la necesidad de unir esfuerzos y estrategias para diseñar e implementar acciones y políticas que permitan ofrecer y mantener una educación de calidad, disponible para todos y distribuida de manera justa y equitativa. Buscan así romper los determinismos sociales que se han instalado en el escenario educativo de nuestros países, los que –respondiendo en parte a las graves desigualdades sociales– mantienen en desventaja y con escaso acceso a las oportunidades disponibles en las sociedades a los sectores más pobres y grupos minoritarios en ellas” (Valdés et al, 2008).
Este ideal se enfrenta a una realidad: los maestros han recibido en su preparación (universitaria y continua) una preparación deficiente para cumplir con responsabilidad las tareas evaluativas; esta preparación ha estado crónicamente mal enfocada (cf. Shepard, 2006). De ordinario se piensa que es suficiente con que sepan qué enseñar en forma idónea. Es necesario que los docentes adquieran competencias en evaluación, las cuales deben estar directamente relacionadas con las competencias para la enseñanza y con las decisiones que se toman en torno a qué enseñar y cómo enseñarlo. Una buena evaluación determina el derrotero, el sendero, el currículo; y esto, a su vez, refuerza la idea entre el vínculo teórico entre enseñanza, aprendizaje y evaluación.
La evaluación, como se mencionó anteriormente, permite, por una parte, respaldar y reforzar el proceso de aprendizaje (evaluación formativa) e identificar, por la otra parte, los niveles de logro alcanzados (evaluación sumativa). Como se trata de un sistema, los dos tipos de evaluaciones son interactivos, interdependientes y, por tanto, inseparables. Es necesario superar la oposición entre lo formativo y lo sumativo, ya que cada forma de evaluar depende de los propósitos que se establezcan (cf. Ravela, 2006).
La evaluación formativa cumple un papel muy importante en el proceso de enseñanza-aprendizaje, ya que permite al docente realizar un monitoreo y una comprensión continuos de lo aquello que los estudiantes van logrando y cómo y con qué dominio lo están haciendo.
“La evaluación formativa, eficazmente implementada, puede hacer tanto o más para mejorar la realización y los logros que cualquiera de las intervenciones más poderosas de la enseñanza” (Shepard, 2006).
Una evaluación formativa pedagógica y científicamente elaborada se debe basar en los tres elementos ya descritos: una concepción sobre la cognición y el aprendizaje de los alumnos, dado que ésta es el aspecto unificador que da cohesión al currículo, la enseñanza y la evaluación; una serie de instrumentos o tareas para la observación; y un modelo interpretativo, que para nuestra circunstancia nacional se alinea con los estándares curriculares por competencias. Además, por estar orientadas a monitorear la forma como los estudiantes resuelven problemas; dirigen su propio pensamiento; transfieren lo aprendido; y participan en la construcción social de saberes, acciones todas involucradas en el desarrollo de las competencias, las tareas de esta evaluación tienen otras cualidades: deben ser inéditas, en el sentido que no reproducen tareas ya resueltas, sino que constituyen variantes; complejas, porque movilizan de manera integrada diversos conocimientos, saber-hacer y actitudes; y, adidácticas, en cuanto que los enunciados no inducen los procesos a seguir y no indican los recursos necesarios para su resolución. Este carácter adidáctico “constituye una condición sine qua non de la tarea de evaluación de las competencias” (Denyer et al, 2008). La evaluación no puede potenciar ni impulsar el aprendizaje si se basa en tareas o preguntas “que distraen la atención de los verdaderos objetivos de la enseñanza”, pues no se trata de centrarse en lo más fácil de observar, “sino en lo que es más importante aprender” (Shepard, 2006). La evaluación formativa está llamada a realizarse en el contexto de actividades de aprendizaje significativo y culturalmente relevantes..
En una educación centrada en la cognición y en el desarrollo de competencias, es importante definir de antemano los propósitos de la evaluación formativa y la elaboración de los criterios que muestran la progresión, las trayectorias o los continuos de los aprendizajes a lo largo de los ciclos o en un determinado nivel de formación.
Uno de los aspectos cruciales del diseño fino del currículo y del plan de estudios, está en determinar la trayectoria de los aprendizajes de los estudiantes. Esta progresión responde a la pregunta: ¿qué saben, comprenden y son capaces de hacer los alumnos en distintos momentos de su itinerario escolar? Es imperioso, para la evaluación y la programación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, señalar el recorrido típico de los aprendizajes que efectúa un estudiante. Esta evolución se puede describir en los denominados Mapas de Progreso, instrumentos concebidos para identificar los niveles de logro.
Los mapas de progreso constituyen poderosos instrumentos pedagógicos y administrativos que permiten guiar e interpretar las trayectorias de los aprendizajes. No se trata de establecer en ellos filas de indicadores de logro, sino de desarrollar series de variables de lo que constituye el aumento o disminución de los niveles de desempeño. En otras palabras, la evaluación necesita criterios o marcos de referencia que permitan visualizar en forma general todas las actividades de aprendizaje de un curso, para poder interpretar determinadas “zonas” de aprendizaje; y, para describir si un estudiante se identifica con los conocimientos, destrezas, habilidades y entendimientos típicos asociados con un nivel de progreso o de desarrollo. Estas series de criterios abren la posibilidad de múltiples caminos hacia la excelencia, porque tienen en cuenta el desarrollo cognitivo diferencial de los estudiantes, especialmente de aquellos con discapacidades o con tales excepcionales. Es importante determinar en los mapas de progreso que desempeños pueden alcanzar los alumnos y con que dificultades y limitaciones se tropiezan (cf. Pellegrino et al, 1999).
En un mapa de progreso, cada nivel representa un momento característico del desempeño en el desarrollo del aprendizaje y de las competencias; momento cualitativamente diferente (en generalidad, abstracción y complejidad) de los niveles que le preceden y le siguen. Precisar los propósitos de la enseñanza y, acto seguido, determinar qué evidencias muestran mejor si se logran, permite planear profesionalmente las actividades para la comprensión y el dominio, en tanto saber qué hacer y cuando.
Las concepciones que se tienen sobre la naturaleza del aprendizaje y sobre el desarrollo de competencias en un determinado ámbito, afectan el diseño e implementación de los instrumentos evaluativos y la definición de los modelos interpretativos y los juicios de valor que se establezcan. Estos últimos deben estar, necesariamente, alineados con los estándares curriculares (desagregados en los desempeños identificados en los mapas de progreso); responder a la teoría cognitiva que sugiere los aspectos del conocimiento y las aptitudes con que se quiere caracterizar a los estudiantes; y expresar las capacidades, habilidades, destrezas y valores que describen a las competencias.
Con base en lo anterior, toda evaluación, incluida la formativa, se enfrenta a cuatro problemas básicos: validez; confiabilidad; objetividad; y, justicia y equidad. Estos problemas se derivan de las concepciones que se tienen sobre la evaluación, ya que ésta refleja visiones del mundo, posturas políticas e ideológicas, valores, paradigmas pedagógicos, y porque las interpretaciones y los razonamientos que de ella se infieren son conjeturas y estimaciones imprecisas de lo que los estudiantes saben y pueden hacer.
En la evaluación formativa, la validez se refiere al grado en que las hipótesis y los modelos interpretativos, concretados en los juicios de valor, están adecuadamente sustentados en las tareas que se proponen para observar los diferentes desempeños, y están efectivamente relacionados con los criterios definidos para la evaluación. La validez es una propiedad de las interpretaciones y de los usos que se propone dar a la información obtenida en las observaciones. En otras palabras, la validez se refiere a la calidad de las conclusiones. La confiabilidad está dada por la consistencia y la objetividad de los resultados que se presentan (cf. Ravela, 2006).
“En las aulas, la evaluación formativa es válida si contribuye al progreso del aprendizaje del estudiante. ..., la validez en los contextos de aula alude principalmente a las consecuencias, a qué tan bien las interpretaciones de las evaluaciones informan a las decisiones docentes y cuánto ayudan a hacer que los estudiantes avancen a lo largo de una trayectoria de competencia creciente” (Shepard, 2006).
¿Qué significa ser objetivo al momento de interpretar una evaluación? Para dar respuesta a esta pregunta es conveniente establecer primero, qué se entiende por “objetividad”; para ello hay que hacer una reflexión gnoseológica y epistemológica sobre el concepto (cf. Fourez, 1994). Cuando se “observa”, se observa desde un contexto; la percepción es contextual. Percibir es organizar la mirada desde unos intereses y desde una representación del mundo. Sin lo anterior no hay percepción y, por tanto, no puede haber comunicación. Se percibe y se observa desde la integración del objeto o la realidad observada a una visión, a una teoría.
Cuando se observa “algo” se utiliza un lenguaje (verbal o mental). Este lenguaje “ya es un modelo cultural de estructurar una visión, una comprensión”. En la vida cotidiana, en la ciencia y, por tanto, en educación, nunca se observa a partir de cero. Quien observa lo hace participando de “un universo cultural y lingüístico”; universo en el que se insertan los proyectos de las personas y de las comunidades (sociales, científicas o educativas). Observar “es siempre seleccionar, estructurar y por lo tanto, abandonar lo que no se considera”. No existe neutralidad en la observación, porque no se puede hablar del objeto o de la realidad observada, más que mediante un lenguaje, que es una realidad cultural”. Se habla de algo, se describe algo o se explica algo “a condición de tener suficientes elementos de lenguaje, comunes y convencionales”, para que los oyentes puedan entender. Se comunica una observación en un universo convencional de lenguaje. Los objetos adquieren realidad en virtud de las convenciones culturales del lenguaje (cf. Ídem).
“Decir que ‘algo’ es objetivo es por lo tanto decir que es ‘algo’ de lo que se puede hablar con sentido; es situarlo en un universo común de percepción y comunicación, en un universo convencional, instituido por una cultura” (Ídem).
Las realidades se convierten en objetos de percepción en las comunidades culturales. En este sentido, se es objetivo en una comunidad cultural o social de sentido. Es decir, la realidad se construye socialmente. Este contexto sociocultural aporta el marco de la visión. Entonces, ¿en dónde queda la subjetividad? Existe una relación dialéctica entere lo objetivo y lo subjetivo. La subjetividad la aporta el trabajo “personal” de interpretación en el contexto de lo social. Para ser objetivo tiene que existir una integración social; esa integración es la que permite comunicar la visión personal a los demás. En otras palabras, hablar de una realidad exige establecer equivalencias y acuerdos entre la visión personal (subjetividad) y el contexto social (objetividad).
En la evaluación educativa la objetividad se da cuando la interpretación de las observaciones satisface los criterios social y pedagógicamente establecidos por la comunidad educativa. Estos criterios tienen un referente teórico en el modelo de aprendizaje y se alinean con los estándares curriculares. Y es esta alineación con los estándares básicos de calidad la que permite establecer la justicia y la equidad de la evaluación, dado que dichos estándares promueven “la idea de que hay ciertos aprendizajes escolares a los cuales todos los estudiantes tienen el derecho de acceder”, y se establecen con base en las metas de aprendizaje que se “consideran más relevantes para la vida e inclusión de las personas y los grupos en el mundo del trabajo del siglo XXI”. Estos referentes “promueven el desarrollo de conocimientos relevantes para un mundo altamente interconectado, donde el flujo de personas, procesos y tecnologías requiere de ciudadanos con competencias e informaciones semejantes, así como la capacidad de resolver problemas nuevos en contextos de cambio permanentes” (Ferrer, 2006). Por ser consensos públicos, los estándares están acordados para todos los alumnos del sistema y, por tanto, éstos deben contar con las mismas oportunidades de aprendizaje.
Un elemento importante de la justicia y equidad de la evaluación está dado por la publicidad de los criterios establecidos institucionalmente en cada área para monitorear los aprendizajes. Si los estándares básicos de competencias son “criterios claros y públicos” que permiten “juzgar si un estudiante, una institución o el sistema educativo en su conjunto cumplen” con las expectativas sobre los aprendizajes (cf. MEN – ASCOFADE, 2006), con igual razón lo deben ser los estándares de desempeño (o indicadores de logro identificados en los mapas de progreso) y los criterios particulares (rúbricas o guías de valoración) establecidos para las tareas o actividades de evaluación formativa. Esta publicidad es prioritaria porque la evaluación “requiere que el maestro y el estudiante tengan una comprensión compartida de los objetivos del aprendizaje” (Shepard, 2006).
Las cuestiones referentes a la validez, confiabilidad, objetividad y justeza, pero especialmente las dos primeras, dependen del uso de los instrumentos y de las tareas de evaluación que se implementen en el cotidiano del aula. La evaluación formativa se caracteriza por ser constante, lo que permite identificar las falencias de los estudiantes, hacer las realimentaciones pertinentes y cambiar el curso de los procesos de aprendizaje y consolidación de las competencias. La idea es que exista suficiencia de información para generar interpretaciones “convincentes” (para estudiantes, padres de familia, autoridades educativas) sobre los desempeños alcanzados por los escolares.
“En las aulas, dar sentido a los datos de observación y a las muestras del trabajo de los alumnos significa buscar patrones, comprobar evidencia contradictoria y comparar la descripción emergente en contraposición con modelos del desarrollo de las competencias” (Ídem).
Ahora bien, para monitorear (en forma válida, confiable, objetiva y justa y equitativa) los aprendizajes y dominios de los estudiantes, ¿es suficiente con la sola implementación de la evaluación formativa en el aula del clase? En educación hay que determinar qué han aprendido los alumnos y qué tan bien lo han hecho. Esta evidencia la aporta la evaluación sumativa.
En nuestro medio la evaluación sumativa entró en desprestigio, al instaurarse la evaluación cualitativa de los procesos. Este desprestigio no significa que su práctica haya sido desterrada. Pero no se puede negar que la evaluación sumativa, y la calificación que subyace a ella, “constituyen una seria amenaza para los objetivos de aprendizaje” (Ídem), porque pueden causar desmotivación o, como está sucediendo por cuenta de las pruebas SABER y de Estado, limitar los aprendizajes a la porción del currículo que ella examina.
La evaluación sumativa está destinada a identificar el “logro” en los aprendizajes. Su práctica puede ser interna (implementada por los propios docentes individual o colectivamente) o externa (desarrollada por entidades gubernamentales o privadas). Es importante que esta evaluación esté alineada conceptualmente con la evaluación formativa: “Deben ser plenamente capaces de representar objetivos de aprendizaje importantes, y deben usar la misma gama extensa de tareas y de tipo de problemas para representar la comprensión de los estudiantes” (Ídem). Aún así, ambas tienen finalidades diferentes: la formativa hace posible el aprendizaje; la sumativa ilustra sobre los desempeños, sobre la realización de los logros.
Dada la complejidad que comporta la elaboración de unos buenos instrumentos de evaluación sumativa, por la teorías cognitiva, psicométrica y estadística que los tienen que sustentar, este tipo de evaluación se está desarrollando de forma externa a la cotidianidad del aula, a través de pruebas masivas y de gran escala. Estas pruebas, implementadas a partir de instrumentos estandarizados, permite recoger evidencia sistemática sobre el alcance de los aprendizajes esperados en un sistema educativo (institucional, local, regional, nacional o internacional), a la vez que permite establecer consensos y emitir juicios (pedagógicos, políticos y administrativos), debidamente sustentados sobre las fortalezas y debilidades de los procesos de enseñanza-aprendizaje, y, además, generar esfuerzos centrados en el logro de las metas de aprendizaje propuestas en los estándares curriculares (cf. Ferrer, 2006).
Existen dos parámetros generalizados para la implementación de las evaluaciones sumativas, específicamente para las pruebas externas: valorar el desempeño del evaluado comparándolo con los resultados consolidados de todas las personas que presentan la misma prueba (evaluación con referencia a la norma); o valorar el desempeño del evaluado con aquello que se le evalúa, para inferir qué puede o no hacer una persona frente a situaciones o problemas planteados (evaluación con referencia a criterios), lo que permite emitir juicios bien informados sobre los aprendizajes logrados por el examinado. Las primeras evaluaciones se sustentan en la denominada Teoría Clásica de las Pruebas (TCP); las segundas en la Teoría de Respuesta al Ítem (TRI), también conocida como Teoría de Rasgo Latente (TRL) o Teoría de Respuesta al Reactivo (TRR).
La Teoría de Respuesta al Ítem intenta brindar una fundamentación probabilística al problema de medir propiedades latentes (no observables) de una persona (como la inteligencia), para lo cual hay que plantearle alguna tarea. De acuerdo a la actuación de la persona se puede decir si posee (y en qué medida) dicho rasgo latente. Para hacer esta aproximación se utilizan reactivos (ítemes) que inducen a la actuación; es decir, producen una reacción.
“La necesidad de utilizar reactivos se sigue entonces del hecho de que lo que medimos son rasgos latentes. Ahora, ciertamente, esos reactivos no pueden ser cualesquiera: tienen que ser construidos de acuerdo con la teoría con la que se construyó el rasgo latente. Los reactivos para medir comprensión se deben construir de acuerdo con lo que se plantea en la teoría que la define. Sólo cuando la teoría nos diga qué es la comprensión, sabremos cómo medirla. En este sentido, nos apartamos de la afirmación que hacía algún psicólogo, hace ya unas cinco décadas, cuando se le pedía que definiera inteligencia: “inteligencia es lo que mi prueba mide”. Hoy en día, la teoría de la medida y las teoría de la inteligencia han avanzado lo suficiente como para poder sustentar con buenos argumentos que esta afirmación carece de sentido y, sobre todo, de valor científico. En efecto, hoy aceptamos que no se puede medir algo que no se ha definido previamente de manera explícita.
El principio de que es necesario utilizar reactivos implica entonces la necesidad de contar con un fundamento teórico en el que nos sustentaremos para construir los reactivos. Ese fundamento teórico incluye tanto teorías pedagógicas como elementos didácticos como pueden ser los planes de estudio, normas estatales o políticas educativas. En el caso de Colombia, por ejemplo, los estándares curriculares del Ministerio de Educación Nacional deben hacer parte de ese marco teórico que señala el camino para construir aquellos reactivos que nos permitirán poner en evidencia los rasgos que según el sistema educativo colombiano los estudiantes deben desarrollar” (Escobedo, 2008).
En las pruebas evaluativas elaboradas bajo los parámetros psicométricos de la TRI, el reactivo o ítem se constituye en la unidad básica de la prueba, midiendo sólo un rasgo con independencia (porque no existe relación entre las respuestas dadas a los diferentes reactivos). En otras palabras, se puede decir que dentro de la prueba el reactivo o ítem constituye una unidad semántica que propone al evaluado una tarea específica dentro de un contexto. Esta unidad posee una identidad propia que se articula con una intencionalidad mayor dada en el propósito de la evaluación, el cual se concretiza con base en los estándares.
Según los expertos, las evaluaciones estandarizadas externas tienen una serie de ventajas, tanto para los estudiantes como para las instituciones educativas y los entes administrativos:
ü Promueven la transparencia de los procesos evaluativos, minimizando la alta carga de subjetividad que los acompaña. Esta transparencia es posible por la información específica y ejemplificada sobre los aprendizajes alcanzados.
ü Facilitan la conformación de comunidades de aprendizaje, porque permiten a las comunidades educativas (directivos, maestros, estudiantes, padres de familia) participar en la elección de los mejores criterios de evaluación.
ü Demandan y favorecen niveles crecientes de calidad académica.
ü Permiten a los alumnos realimentar y autorregular sus aprendizajes.
Por todo lo anterior, se puede afirmar que la evaluación no es un producto terminal, sino una forma constante de evidenciar el potencial de aprendizaje de los estudiantes y de hacer evidente las formas como se están satisfaciendo las necesidades de aprendizaje de los niños y los jóvenes. En este sentido, la evaluación continua (tanto formativa como sumativa) favorece la consecución de resultados de aprendizajes reconocidos (estandarizados) y mesurables en las diferentes áreas de formación y en competencias prácticas esenciales para la vida diaria.
“Si las evaluaciones se van a utilizar para realizar un seguimiento y orientar el aprendizaje de los estudiantes, los resultados de la investigación cognitiva sugieren que nuevos tipos de inferencias se necesitan acerca de cómo los estudiantes están adquiriendo conocimientos y habilidades” (Pellegrino, 1999).
Se puede concluir que en el proceso de enseñanza-aprendizaje la evaluación es un factor crucial, básicamente por tres razones: la evaluación es el espejo de una buena enseñanza y de un buen aprendizaje, pues refleja el pensamiento de los estudiantes, así como los contenidos específicos de lo que han aprendido; la evaluación es un continuo, que influye en la programación de la enseñanza y de las tareas involucradas; y, la evaluación proporciona información (a maestros, estudiantes, padres de familia y autoridades) sobre los niveles de competencia y comprensión que los alumnos están alcanzando o han alcanzado al culminar un grado particular de escolaridad (cf. Bransford et al, 2000).
REFERENCIAS
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Esp. Educación y Desarrollo Intelectual
Lic. Filosofía y Ciencias Religiosas
La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje ha adquirido en los últimos años una importancia central en los sistemas educativos, dado que es en ella que se develan la filosofía y el enfoque reales de los proyectos educativos pensados y emprendidos por las instituciones educativas. La evaluación hoy en día se comprende desde “la conceptualización de Educación, en tanto derecho humano fundamental, como bien público irrenunciable e indispensable para el pleno desarrollo del ser humano” (Valdés et al, 2008).
La evaluación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, que busca obtener en forma metódica y continua información sobre el desempeño y el logro de los estudiantes, hace patente la calidad del servicio educativo. La evaluación de los aprendizajes de los alumnos sirve para determinar cuáles son los puntos fuertes y débiles de un sistema educativo, y a partir de las inferencias que se extraigan, reorientar el aprendizaje de los alumnos y las prácticas de enseñanza de los maestros.
En otras palabras, la evaluación educativa permite verificar si se están satisfaciendo las necesidades de aprendizaje de los estudiantes, las cuales abarcan tanto las herramientas esenciales para el aprendizaje (lectura, escritura, expresión oral, cálculo, solución de problemas) como los contenidos básicos del aprendizaje (conocimientos teóricos y prácticos, valores, actitudes, competencias), necesarios para que las personas puedan vivir dignamente y participar en las realidades sociales, laborales y culturales de su comunidad (cf. Declaración de Jomtien, 1990). Si estas necesidades no son satisfechas, los futuros ciudadanos no podrán respetar ni enriquecer su cultura; promover la educación de los demás; defender la causa de la justicia social; promocionar los valores humanistas; o velar por el respeto de los derechos humanos.
Es tal la importancia que ha adquirido la evaluación educativa, que en el Plan Decenal de Educación 2006-2016, dentro del capítulo de los desafíos de la educación en Colombia, se destaca el papel de la misma en un sistema educativo articulado, coherente y contextualizado:
“La evaluación se aborda como el proceso mediante el cual se identifican fortalezas, debilidades y se plantean estrategias de fortalecimiento y reestructuración. Es importante desarrollar y consolidar un sistema integrado de evaluación de aprendizajes en todos los niveles con proyección internacional” (Plan Decenal 2006-2016, 2008).
Por lo anterior es importante:
“Organizar, implementar y consolidar un sistema de seguimiento y evaluación del sector educativo, que de cuenta dé logros y dificultades de los estudiantes” (Ídem).
Infortunadamente, o afortunadamente, no basta con una declaración política sobre la evaluación como una serie de acciones prioritarias dentro del quehacer educativo. Es necesario avanzar hacia la comprensión científica, pedagógica y administrativa de la evaluación en el contexto de la vida académica de las instituciones educativas.
La comprensión exigida, es decir, la elaboración de una teoría sobre la evaluación, requiere ser contextualizada. Para ello es necesario vislumbrar los desafíos o retos que enfrente la educación.
En el contexto nacional, y latinoamericano, existen dos retos prioritarios: primero, recuperar el “retraso acumulado” en el siglo XX y establecer un sistema educativo universal, democrático y de calidad; segundo, enfrentarse a los retos del siglo XXI, signados por los cambios tecnológicos, las sociedades del conocimiento, el desarrollo y la innovación científica y los nuevos significados de la cultura (cf. Metas Educativas 2021, 2008).
La Unión Europea ya había identificado los anteriores retos (incluyendo la mundialización de la economía) para el siglo XXI como transformaciones profundas, diversas y durables que impactan la actividad económica y la forma como funcionan las sociedades, transformaciones que terminan por afectar, en mayor o menor medida, los sistemas educativos. Estos retos, denominados choques, participan en la evolución hacia la sociedad cognitiva, y así como representan riegos, también aportan posibilidades que hay que tomar (cf. Enseñar y Aprender. Hacia la Sociedad Cognitiva, 1995).
En la actual circunstancia histórica se ha llegado a una especie de consenso: el conocimiento se ha convertido en recurso fundamental para el progreso de los pueblos, y acceder a él tiene una nuevas implicaciones, pues ya no se trata de recordar y repetir la información; se trata, ahora, de ser competentes para buscar, encontrar y utilizar dicho conocimiento. Las sociedades actuales están muy interesadas en el conocimiento, pero el dominio de éste puede estar acompañado de desigualdades, exclusiones y luchas sociales (cf. Hacia las Sociedades del Conocimiento, 2005), o puede conducir a un nuevo oscurantismo causado por el crecimiento exponencial de la información, que impide una mirada global del ser humano (cf. Carta de la Transdisciplinariedad, 1994).
Las sociedades de hoy tienen en el conocimiento uno de sus recursos más preciados. Acceder en condiciones de igualdad y universalidad a la información es básico para el desarrollo y sostenimiento de sociedades democráticas. Pero información no es sinónimo de conocimiento:
“La información es efectivamente un instrumento del conocimiento, pero no es el conocimiento en sí. La información que nace del deseo de intercambiar los conocimientos y hacer más eficaz su transmisión, es una forma fija y estabilizada de éstos que depende del tiempo y de su usuario: una noticia es ‘fresca’ o no lo es. La información es potencia una mercancía que se compra y vende en un mercado y cuya economía se basa en la rareza, mientras que un conocimiento –pese a determinadas limitaciones: secreto de Estado y formas tradicionales de conocimiento esotéricos, por ejemplo– pertenece legítimamente a cualquier mente razonable, sin que ello contradiga la necesidad de proteger la propiedad intelectual. La excesiva importancia concedida a las informaciones con respecto a los conocimientos pone de manifiesto hasta qué punto nuestra relación con el saber se ha visto considerablemente modificada por la difusión de los modelos de economía del conocimiento” (Hacia las Sociedades del Conocimiento, 2005).
Una cosa es cierta: “una información no crea forzosamente sentido” y será una “masa de datos indiferenciados” hasta que sea tratada con discernimiento y espíritu crítico; analizada; seleccionada en sus distintos elementos e incorporada a una base de conocimientos. Igualmente, el exceso de información “no es forzosamente una fuente de mayor conocimiento” (cf. Ídem). Esta realidad tiene unas implicaciones enormes para la educación y el aprendizaje.
Los sistemas educativos tienen que adaptarse a la evolución de la sociedad; convertirse en un factor de desarrollo, cumpliendo un papel económico, científico y cultural; y ser generadores de valores, creando un lenguaje universal que permita superar contradicciones y transmitir un mensaje a todos los habitantes del planeta, pese a su diversidad (cf. Delors et al, 1996).
El conocimiento, gracias a las nuevas tecnologías, ha ampliado su espacio público, lo cual favorece un acceso igual y universal al mismo; esto, a su vez, impone nuevas formas de búsqueda, elaboración y adquisición del saber. “Aprender a aprender” es el nuevo desafío, ya no reducido a un espacio-tiempo determinado por la escuela y la escolaridad formal, sino ampliado a toda la vida y a lo largo de ésta, con una gama de formas de conocimiento que responden a los distintos niveles de realidad, “regidos por diferentes lógicas” (cf. Carta de la Transdisciplinariedad).
La magnitud del conocimiento humano actual hace que su cobertura en la educación formal sea imposible. Un currículo significativo tiene que estar concebido y orientado a proporcionar a los estudiantes las herramientas intelectuales y las estrategias de aprendizaje necesarias para que comprendan su realidad. La escuela está llamada a brindar las herramientas de la comprensión para el aprendizaje autónomo a lo largo de la vida (cf. Bransford et al, 2000).
La nueva ciencia del aprendizaje hace énfasis en el aprendizaje con comprensión. Aunque sólo unos pocos dominios del aprendizaje han sido examinados con profundidad por parte de la ciencia, los estudios sobre la memoria y la estructuración del conocimiento; la resolución de problemas y el razonamiento; los procesos normativos que rigen el aprendizaje y la metacognición; y el surgimiento del pensamiento simbólico, permiten destacar tres implicaciones importantes sobre la enseñanza y el aprendizaje (cf. Ídem):
1) Los estudiantes “llegan a las aulas de clase con ideas preconcebidas acerca de cómo funciona el mundo”. El proceso de elaboración de “un sentido del mundo” comienza a temprana edad. Estos entendimientos iniciales tienen unos efectos poderosos sobre los posteriores aprendizajes, favoreciéndolos u obstaculizándolos. La enseñanza se constituye, entonces, en una transformación de estas percepciones primarias en comprensiones mejor elaboradas y más complejas, desde lo conceptual y lo teórico.
2) La educación está llamada a brindar las herramientas suficientes para que los alumnos resuelvan problemas, lo cual implica que ellos construyan una red conceptual profunda, sostenida en una base firme de conocimientos; comprendan los hechos, contextualizándolos en el marco conceptual construido; y organicen de tal forma el conocimiento que lo puedan recuperar fácilmente cuando lo requieran.
3) La enseñanza debe “ayudar a los estudiantes a aprender a tomar el control de su propio aprendizaje”, definiendo los propios objetivos y monitoreando el progreso en el logro de los mismos. Las habilidades metacognitivas son esenciales para el aprendizaje autónomo. A los niños se puede enseñar habilidades metacognitivas tales como la capacidad para predecir resultados; tomar nota de los propios errores y hacerse explicaciones internas para mejorar la comprensión; planificar las tareas de aprendizaje y medir el propio ritmo; y organizar en su memoria los conocimientos adquiridos. Las habilidades metacognitivas favorecen la posterior transferencia de lo aprendido a nuevos contextos y situaciones.
Hoy el aprendizaje se conceptualiza no sólo como una cuestión de adquisición de conocimientos y habilidades; se comprende como un avance hacia niveles más altos de competencia, teniendo como base los conocimientos existentes de la persona, porque los nuevos entendimientos se desarrollan y ocupan el lugar de aquellos. En cualquier momento del desarrollo del aprendizaje, éste puede ser descrito y cartografiado como un progreso en la construcción de conocimientos cualitativamente más ricos, con un orden superior de habilidades y un mayor entendimiento.
Las sociedades del conocimiento y del aprendizaje tienen que permitir a todos “estar al día”, para poder enfrentar y resolver los problemas que se suscitan. Esto supone una evaluación constante de sobre la pertinencia de los conocimientos poseídos.
Actualmente existe un debate en torno a la evaluación educativa, previéndose el advenimiento de una nueva generación de evaluaciones, con un problema de fondo: a diferencia de los bienes y servicios no existe un parámetro de medición precisa para los saberes, máxime cuando en las sociedades del conocimiento los aprendizajes son objeto de un intercambio continuo. Es decir, los recientes acontecimientos sociales, tecnológicos y laborales están transformando las habilidades (competencias) que los estudiantes deben desarrollar, lo cual redefine lo que ellos deben aprender (cf. Pellegrino et al, 1999).
En el contexto de las sociedades de la información, del conocimiento y del aprendizaje el papel de la evaluación educativa, de acuerdo con James Pellegrino, es:
ü Ayudar a todos los estudiantes a aprender y a tener éxito (en la escuela y en su vida).
ü Dinamizar el potencial de aprendizaje de los alumnos.
ü Evidenciar, lo más claramente posible, la naturaleza de sus logros y el progreso de su aprendizaje.
ü Favorecer la equidad.
De lo anterior se desprende la naturaleza de la evaluación educativa: se evalúa para favorecer los aprendizajes (evaluación formativa o evaluación para el aprendizaje) y se evalúa para conocer el nivel de logro alcanzado (evaluación sumativa o evaluación de logro de aprendizajes). En cualquiera de estas modalidades la evaluación se constituye en una herramienta pensada y diseñada para observar el comportamiento de los estudiantes durante su proceso de formación y a partir de esta observación generar información de la que se pueden extraer inferencias razonables acerca de lo que sabe.
Con base en una serie de principios científicos, psicológicos, pedagógicos y filosóficos, para poder formular conjeturas razonables, la evaluación educativa se estructura con base en tres elementos fundamentales e interdependientes (cf. Ídem):
1) Una teoría cognitiva, o conjunto de creencias acerca de cómo los estudiantes se representan el conocimiento, aprenden y desarrollan competencias en determinados dominios. Estas concepciones también se refieren al tipo de tareas, problemas y situaciones que incitan a elaborar y estructurar conocimientos y cualificar habilidades.
2) Una serie de ciertas suposiciones sobre qué tareas (observables) tienen más probabilidad para manifestar los aprendizajes y las habilidades que tienen los estudiantes.
3) Una serie de hipótesis y modelos interpretativos de los comportamientos observados, para extraer inferencias (razonables) de lo que los alumnos saben y pueden hacer. En las actuales prácticas evaluativas, la interpretación se hace de una manera muy informal e intuitiva.
Las creencias sobre el aprendizaje afectan la evaluación educativa, y generan y determinan lo que se debe evaluar, el tipo de evaluación y sus herramientas, y la cadena de razonamientos sobre lo que los estudiantes saben, hacen o pueden hacer. Si se asume que en el centro del currículo, de la enseñanza, del aprendizaje y de la evaluación está la cognición, a la evaluación le compete:
ü Monitorear la forma como los estudiantes organizan la información, las estrategias que utilizan para resolver problemas y los esquemas y patrones que emplean para reconocer, recuperar rápidamente y aplicar en forma eficiente e idónea los conocimientos.
ü Rastrear la metacognición o proceso de reflexión sobre la dirección del propio pensamiento. La metacognición es crucial para la eficacia del pensamiento, la resolución del problemas y la superación de los errores.
ü Posibilitar el tránsito y la transformación del pensamiento ingenuo a un pensamiento conceptual, a una comprensión más compleja sobre el mundo y sus fenómenos.
ü Permitir la transferencia de lo aprendido a otros contextos y situaciones.
ü Examinar las prácticas comunicativas de los estudiantes y la participación de éstos en grupos de estudio, de trabajo y de discusión.
ü Suministrar información valida, confiable y oportuna a los estudiantes sobre las fortalezas y debilidades de su proceso de formación, y sobre los logros de sus aprendizajes.
La educación tiene como propósito último que el alumno consolide en sus esquemas de comportamiento las capacidades, habilidades y destrezas necesarias para lograr una vida personal de satisfacción y participación:
“La educación no tiene mayor objeto que preparar a las personas para que vivan vidas de satisfacción personal y responsabilidad. Por su parte, la educación científica (...), debe ayudar a que los alumnos desarrollen las ideas y hábitos mentales que necesitan para llegar a ser seres humanos compasivos, capaces de pensar por sí mismos y encarar la vida con inteligencia. Les debe proporcionar también lo necesario para poder participar racionalmente con sus semejantes a fin de construir y proteger una sociedad abierta, decente y vital” (Proyecto 2061, 1989).
En una sociedad, como la colombiana, que a ha ido alineando su currículo con estándares de competencias, el proceso de formación busca paulatinamente que el estudiante se integre apropiadamente en un número diverso y plural de redes sociales, al tiempo que permanece independiente, y personalmente eficaz al asumir situaciones “que le son conocidas como en otras nuevas e imprevisibles”. Como toda situación, social o natural, está sujeta a cambios, la formación por competencias brinda las herramientas para que los alumnos actualicen sus conocimientos y destrezas, con el fin de mantenerse al día en los avances de la cultura (cf. Competencias Clave, 2002).
En una educación centrada en la cognición y en el desarrollo de competencias, la consigna de la evaluación –como ya se expresó antes– es “evaluar para aprender”, “evaluar para dinamizar el potencial de aprendizaje”, evaluar para facilitar altos niveles de rendimiento de los estudiantes, ayudándoles a tener éxito en la escuela (cf. Pellegrino et al, 1999). La información suministrada por el sistema evaluativo sobre la naturaleza de los logros y el aprendizaje de los alumnos, determina las próximas acciones a emprender en la enseñanza y hace parte integrante de la búsqueda de la calidad..
Una evaluación elaborada sobre los principios de cómo los estudiantes aprenden y piensan, y cómo desarrollan competencias en determinados dominios asume y evidencia las características que Edgar Morin ha esbozado para todo conocimiento pertinente: contextualiza el saber, para que adquiera sentido y validez; lo globaliza, permitiendo percibir el todo en el que se organizan los diferentes elementos; y favorece la multidimensionalidad y la complejidad, con toda la red de relaciones inseparables, interdependendientes e interactivas entre los fenómenos (cf. Morin, 1999).
Crear una evaluación con estas características y basada en dichos principios es una necesidad; no un lujo y, menos, un imposible. Lo es, igualmente, el desarrollo de un sistema de evaluación justo e equitativo.
“Mejorar la calidad de la educación sigue siendo el gran desafío de los sistemas educativos de América Latina y el Caribe. De esta forma, estados y gobiernos, cada vez con mayor claridad, ven la necesidad de unir esfuerzos y estrategias para diseñar e implementar acciones y políticas que permitan ofrecer y mantener una educación de calidad, disponible para todos y distribuida de manera justa y equitativa. Buscan así romper los determinismos sociales que se han instalado en el escenario educativo de nuestros países, los que –respondiendo en parte a las graves desigualdades sociales– mantienen en desventaja y con escaso acceso a las oportunidades disponibles en las sociedades a los sectores más pobres y grupos minoritarios en ellas” (Valdés et al, 2008).
Este ideal se enfrenta a una realidad: los maestros han recibido en su preparación (universitaria y continua) una preparación deficiente para cumplir con responsabilidad las tareas evaluativas; esta preparación ha estado crónicamente mal enfocada (cf. Shepard, 2006). De ordinario se piensa que es suficiente con que sepan qué enseñar en forma idónea. Es necesario que los docentes adquieran competencias en evaluación, las cuales deben estar directamente relacionadas con las competencias para la enseñanza y con las decisiones que se toman en torno a qué enseñar y cómo enseñarlo. Una buena evaluación determina el derrotero, el sendero, el currículo; y esto, a su vez, refuerza la idea entre el vínculo teórico entre enseñanza, aprendizaje y evaluación.
La evaluación, como se mencionó anteriormente, permite, por una parte, respaldar y reforzar el proceso de aprendizaje (evaluación formativa) e identificar, por la otra parte, los niveles de logro alcanzados (evaluación sumativa). Como se trata de un sistema, los dos tipos de evaluaciones son interactivos, interdependientes y, por tanto, inseparables. Es necesario superar la oposición entre lo formativo y lo sumativo, ya que cada forma de evaluar depende de los propósitos que se establezcan (cf. Ravela, 2006).
La evaluación formativa cumple un papel muy importante en el proceso de enseñanza-aprendizaje, ya que permite al docente realizar un monitoreo y una comprensión continuos de lo aquello que los estudiantes van logrando y cómo y con qué dominio lo están haciendo.
“La evaluación formativa, eficazmente implementada, puede hacer tanto o más para mejorar la realización y los logros que cualquiera de las intervenciones más poderosas de la enseñanza” (Shepard, 2006).
Una evaluación formativa pedagógica y científicamente elaborada se debe basar en los tres elementos ya descritos: una concepción sobre la cognición y el aprendizaje de los alumnos, dado que ésta es el aspecto unificador que da cohesión al currículo, la enseñanza y la evaluación; una serie de instrumentos o tareas para la observación; y un modelo interpretativo, que para nuestra circunstancia nacional se alinea con los estándares curriculares por competencias. Además, por estar orientadas a monitorear la forma como los estudiantes resuelven problemas; dirigen su propio pensamiento; transfieren lo aprendido; y participan en la construcción social de saberes, acciones todas involucradas en el desarrollo de las competencias, las tareas de esta evaluación tienen otras cualidades: deben ser inéditas, en el sentido que no reproducen tareas ya resueltas, sino que constituyen variantes; complejas, porque movilizan de manera integrada diversos conocimientos, saber-hacer y actitudes; y, adidácticas, en cuanto que los enunciados no inducen los procesos a seguir y no indican los recursos necesarios para su resolución. Este carácter adidáctico “constituye una condición sine qua non de la tarea de evaluación de las competencias” (Denyer et al, 2008). La evaluación no puede potenciar ni impulsar el aprendizaje si se basa en tareas o preguntas “que distraen la atención de los verdaderos objetivos de la enseñanza”, pues no se trata de centrarse en lo más fácil de observar, “sino en lo que es más importante aprender” (Shepard, 2006). La evaluación formativa está llamada a realizarse en el contexto de actividades de aprendizaje significativo y culturalmente relevantes..
En una educación centrada en la cognición y en el desarrollo de competencias, es importante definir de antemano los propósitos de la evaluación formativa y la elaboración de los criterios que muestran la progresión, las trayectorias o los continuos de los aprendizajes a lo largo de los ciclos o en un determinado nivel de formación.
Uno de los aspectos cruciales del diseño fino del currículo y del plan de estudios, está en determinar la trayectoria de los aprendizajes de los estudiantes. Esta progresión responde a la pregunta: ¿qué saben, comprenden y son capaces de hacer los alumnos en distintos momentos de su itinerario escolar? Es imperioso, para la evaluación y la programación de los procesos de enseñanza-aprendizaje, señalar el recorrido típico de los aprendizajes que efectúa un estudiante. Esta evolución se puede describir en los denominados Mapas de Progreso, instrumentos concebidos para identificar los niveles de logro.
Los mapas de progreso constituyen poderosos instrumentos pedagógicos y administrativos que permiten guiar e interpretar las trayectorias de los aprendizajes. No se trata de establecer en ellos filas de indicadores de logro, sino de desarrollar series de variables de lo que constituye el aumento o disminución de los niveles de desempeño. En otras palabras, la evaluación necesita criterios o marcos de referencia que permitan visualizar en forma general todas las actividades de aprendizaje de un curso, para poder interpretar determinadas “zonas” de aprendizaje; y, para describir si un estudiante se identifica con los conocimientos, destrezas, habilidades y entendimientos típicos asociados con un nivel de progreso o de desarrollo. Estas series de criterios abren la posibilidad de múltiples caminos hacia la excelencia, porque tienen en cuenta el desarrollo cognitivo diferencial de los estudiantes, especialmente de aquellos con discapacidades o con tales excepcionales. Es importante determinar en los mapas de progreso que desempeños pueden alcanzar los alumnos y con que dificultades y limitaciones se tropiezan (cf. Pellegrino et al, 1999).
En un mapa de progreso, cada nivel representa un momento característico del desempeño en el desarrollo del aprendizaje y de las competencias; momento cualitativamente diferente (en generalidad, abstracción y complejidad) de los niveles que le preceden y le siguen. Precisar los propósitos de la enseñanza y, acto seguido, determinar qué evidencias muestran mejor si se logran, permite planear profesionalmente las actividades para la comprensión y el dominio, en tanto saber qué hacer y cuando.
Las concepciones que se tienen sobre la naturaleza del aprendizaje y sobre el desarrollo de competencias en un determinado ámbito, afectan el diseño e implementación de los instrumentos evaluativos y la definición de los modelos interpretativos y los juicios de valor que se establezcan. Estos últimos deben estar, necesariamente, alineados con los estándares curriculares (desagregados en los desempeños identificados en los mapas de progreso); responder a la teoría cognitiva que sugiere los aspectos del conocimiento y las aptitudes con que se quiere caracterizar a los estudiantes; y expresar las capacidades, habilidades, destrezas y valores que describen a las competencias.
Con base en lo anterior, toda evaluación, incluida la formativa, se enfrenta a cuatro problemas básicos: validez; confiabilidad; objetividad; y, justicia y equidad. Estos problemas se derivan de las concepciones que se tienen sobre la evaluación, ya que ésta refleja visiones del mundo, posturas políticas e ideológicas, valores, paradigmas pedagógicos, y porque las interpretaciones y los razonamientos que de ella se infieren son conjeturas y estimaciones imprecisas de lo que los estudiantes saben y pueden hacer.
En la evaluación formativa, la validez se refiere al grado en que las hipótesis y los modelos interpretativos, concretados en los juicios de valor, están adecuadamente sustentados en las tareas que se proponen para observar los diferentes desempeños, y están efectivamente relacionados con los criterios definidos para la evaluación. La validez es una propiedad de las interpretaciones y de los usos que se propone dar a la información obtenida en las observaciones. En otras palabras, la validez se refiere a la calidad de las conclusiones. La confiabilidad está dada por la consistencia y la objetividad de los resultados que se presentan (cf. Ravela, 2006).
“En las aulas, la evaluación formativa es válida si contribuye al progreso del aprendizaje del estudiante. ..., la validez en los contextos de aula alude principalmente a las consecuencias, a qué tan bien las interpretaciones de las evaluaciones informan a las decisiones docentes y cuánto ayudan a hacer que los estudiantes avancen a lo largo de una trayectoria de competencia creciente” (Shepard, 2006).
¿Qué significa ser objetivo al momento de interpretar una evaluación? Para dar respuesta a esta pregunta es conveniente establecer primero, qué se entiende por “objetividad”; para ello hay que hacer una reflexión gnoseológica y epistemológica sobre el concepto (cf. Fourez, 1994). Cuando se “observa”, se observa desde un contexto; la percepción es contextual. Percibir es organizar la mirada desde unos intereses y desde una representación del mundo. Sin lo anterior no hay percepción y, por tanto, no puede haber comunicación. Se percibe y se observa desde la integración del objeto o la realidad observada a una visión, a una teoría.
Cuando se observa “algo” se utiliza un lenguaje (verbal o mental). Este lenguaje “ya es un modelo cultural de estructurar una visión, una comprensión”. En la vida cotidiana, en la ciencia y, por tanto, en educación, nunca se observa a partir de cero. Quien observa lo hace participando de “un universo cultural y lingüístico”; universo en el que se insertan los proyectos de las personas y de las comunidades (sociales, científicas o educativas). Observar “es siempre seleccionar, estructurar y por lo tanto, abandonar lo que no se considera”. No existe neutralidad en la observación, porque no se puede hablar del objeto o de la realidad observada, más que mediante un lenguaje, que es una realidad cultural”. Se habla de algo, se describe algo o se explica algo “a condición de tener suficientes elementos de lenguaje, comunes y convencionales”, para que los oyentes puedan entender. Se comunica una observación en un universo convencional de lenguaje. Los objetos adquieren realidad en virtud de las convenciones culturales del lenguaje (cf. Ídem).
“Decir que ‘algo’ es objetivo es por lo tanto decir que es ‘algo’ de lo que se puede hablar con sentido; es situarlo en un universo común de percepción y comunicación, en un universo convencional, instituido por una cultura” (Ídem).
Las realidades se convierten en objetos de percepción en las comunidades culturales. En este sentido, se es objetivo en una comunidad cultural o social de sentido. Es decir, la realidad se construye socialmente. Este contexto sociocultural aporta el marco de la visión. Entonces, ¿en dónde queda la subjetividad? Existe una relación dialéctica entere lo objetivo y lo subjetivo. La subjetividad la aporta el trabajo “personal” de interpretación en el contexto de lo social. Para ser objetivo tiene que existir una integración social; esa integración es la que permite comunicar la visión personal a los demás. En otras palabras, hablar de una realidad exige establecer equivalencias y acuerdos entre la visión personal (subjetividad) y el contexto social (objetividad).
En la evaluación educativa la objetividad se da cuando la interpretación de las observaciones satisface los criterios social y pedagógicamente establecidos por la comunidad educativa. Estos criterios tienen un referente teórico en el modelo de aprendizaje y se alinean con los estándares curriculares. Y es esta alineación con los estándares básicos de calidad la que permite establecer la justicia y la equidad de la evaluación, dado que dichos estándares promueven “la idea de que hay ciertos aprendizajes escolares a los cuales todos los estudiantes tienen el derecho de acceder”, y se establecen con base en las metas de aprendizaje que se “consideran más relevantes para la vida e inclusión de las personas y los grupos en el mundo del trabajo del siglo XXI”. Estos referentes “promueven el desarrollo de conocimientos relevantes para un mundo altamente interconectado, donde el flujo de personas, procesos y tecnologías requiere de ciudadanos con competencias e informaciones semejantes, así como la capacidad de resolver problemas nuevos en contextos de cambio permanentes” (Ferrer, 2006). Por ser consensos públicos, los estándares están acordados para todos los alumnos del sistema y, por tanto, éstos deben contar con las mismas oportunidades de aprendizaje.
Un elemento importante de la justicia y equidad de la evaluación está dado por la publicidad de los criterios establecidos institucionalmente en cada área para monitorear los aprendizajes. Si los estándares básicos de competencias son “criterios claros y públicos” que permiten “juzgar si un estudiante, una institución o el sistema educativo en su conjunto cumplen” con las expectativas sobre los aprendizajes (cf. MEN – ASCOFADE, 2006), con igual razón lo deben ser los estándares de desempeño (o indicadores de logro identificados en los mapas de progreso) y los criterios particulares (rúbricas o guías de valoración) establecidos para las tareas o actividades de evaluación formativa. Esta publicidad es prioritaria porque la evaluación “requiere que el maestro y el estudiante tengan una comprensión compartida de los objetivos del aprendizaje” (Shepard, 2006).
Las cuestiones referentes a la validez, confiabilidad, objetividad y justeza, pero especialmente las dos primeras, dependen del uso de los instrumentos y de las tareas de evaluación que se implementen en el cotidiano del aula. La evaluación formativa se caracteriza por ser constante, lo que permite identificar las falencias de los estudiantes, hacer las realimentaciones pertinentes y cambiar el curso de los procesos de aprendizaje y consolidación de las competencias. La idea es que exista suficiencia de información para generar interpretaciones “convincentes” (para estudiantes, padres de familia, autoridades educativas) sobre los desempeños alcanzados por los escolares.
“En las aulas, dar sentido a los datos de observación y a las muestras del trabajo de los alumnos significa buscar patrones, comprobar evidencia contradictoria y comparar la descripción emergente en contraposición con modelos del desarrollo de las competencias” (Ídem).
Ahora bien, para monitorear (en forma válida, confiable, objetiva y justa y equitativa) los aprendizajes y dominios de los estudiantes, ¿es suficiente con la sola implementación de la evaluación formativa en el aula del clase? En educación hay que determinar qué han aprendido los alumnos y qué tan bien lo han hecho. Esta evidencia la aporta la evaluación sumativa.
En nuestro medio la evaluación sumativa entró en desprestigio, al instaurarse la evaluación cualitativa de los procesos. Este desprestigio no significa que su práctica haya sido desterrada. Pero no se puede negar que la evaluación sumativa, y la calificación que subyace a ella, “constituyen una seria amenaza para los objetivos de aprendizaje” (Ídem), porque pueden causar desmotivación o, como está sucediendo por cuenta de las pruebas SABER y de Estado, limitar los aprendizajes a la porción del currículo que ella examina.
La evaluación sumativa está destinada a identificar el “logro” en los aprendizajes. Su práctica puede ser interna (implementada por los propios docentes individual o colectivamente) o externa (desarrollada por entidades gubernamentales o privadas). Es importante que esta evaluación esté alineada conceptualmente con la evaluación formativa: “Deben ser plenamente capaces de representar objetivos de aprendizaje importantes, y deben usar la misma gama extensa de tareas y de tipo de problemas para representar la comprensión de los estudiantes” (Ídem). Aún así, ambas tienen finalidades diferentes: la formativa hace posible el aprendizaje; la sumativa ilustra sobre los desempeños, sobre la realización de los logros.
Dada la complejidad que comporta la elaboración de unos buenos instrumentos de evaluación sumativa, por la teorías cognitiva, psicométrica y estadística que los tienen que sustentar, este tipo de evaluación se está desarrollando de forma externa a la cotidianidad del aula, a través de pruebas masivas y de gran escala. Estas pruebas, implementadas a partir de instrumentos estandarizados, permite recoger evidencia sistemática sobre el alcance de los aprendizajes esperados en un sistema educativo (institucional, local, regional, nacional o internacional), a la vez que permite establecer consensos y emitir juicios (pedagógicos, políticos y administrativos), debidamente sustentados sobre las fortalezas y debilidades de los procesos de enseñanza-aprendizaje, y, además, generar esfuerzos centrados en el logro de las metas de aprendizaje propuestas en los estándares curriculares (cf. Ferrer, 2006).
Existen dos parámetros generalizados para la implementación de las evaluaciones sumativas, específicamente para las pruebas externas: valorar el desempeño del evaluado comparándolo con los resultados consolidados de todas las personas que presentan la misma prueba (evaluación con referencia a la norma); o valorar el desempeño del evaluado con aquello que se le evalúa, para inferir qué puede o no hacer una persona frente a situaciones o problemas planteados (evaluación con referencia a criterios), lo que permite emitir juicios bien informados sobre los aprendizajes logrados por el examinado. Las primeras evaluaciones se sustentan en la denominada Teoría Clásica de las Pruebas (TCP); las segundas en la Teoría de Respuesta al Ítem (TRI), también conocida como Teoría de Rasgo Latente (TRL) o Teoría de Respuesta al Reactivo (TRR).
La Teoría de Respuesta al Ítem intenta brindar una fundamentación probabilística al problema de medir propiedades latentes (no observables) de una persona (como la inteligencia), para lo cual hay que plantearle alguna tarea. De acuerdo a la actuación de la persona se puede decir si posee (y en qué medida) dicho rasgo latente. Para hacer esta aproximación se utilizan reactivos (ítemes) que inducen a la actuación; es decir, producen una reacción.
“La necesidad de utilizar reactivos se sigue entonces del hecho de que lo que medimos son rasgos latentes. Ahora, ciertamente, esos reactivos no pueden ser cualesquiera: tienen que ser construidos de acuerdo con la teoría con la que se construyó el rasgo latente. Los reactivos para medir comprensión se deben construir de acuerdo con lo que se plantea en la teoría que la define. Sólo cuando la teoría nos diga qué es la comprensión, sabremos cómo medirla. En este sentido, nos apartamos de la afirmación que hacía algún psicólogo, hace ya unas cinco décadas, cuando se le pedía que definiera inteligencia: “inteligencia es lo que mi prueba mide”. Hoy en día, la teoría de la medida y las teoría de la inteligencia han avanzado lo suficiente como para poder sustentar con buenos argumentos que esta afirmación carece de sentido y, sobre todo, de valor científico. En efecto, hoy aceptamos que no se puede medir algo que no se ha definido previamente de manera explícita.
El principio de que es necesario utilizar reactivos implica entonces la necesidad de contar con un fundamento teórico en el que nos sustentaremos para construir los reactivos. Ese fundamento teórico incluye tanto teorías pedagógicas como elementos didácticos como pueden ser los planes de estudio, normas estatales o políticas educativas. En el caso de Colombia, por ejemplo, los estándares curriculares del Ministerio de Educación Nacional deben hacer parte de ese marco teórico que señala el camino para construir aquellos reactivos que nos permitirán poner en evidencia los rasgos que según el sistema educativo colombiano los estudiantes deben desarrollar” (Escobedo, 2008).
En las pruebas evaluativas elaboradas bajo los parámetros psicométricos de la TRI, el reactivo o ítem se constituye en la unidad básica de la prueba, midiendo sólo un rasgo con independencia (porque no existe relación entre las respuestas dadas a los diferentes reactivos). En otras palabras, se puede decir que dentro de la prueba el reactivo o ítem constituye una unidad semántica que propone al evaluado una tarea específica dentro de un contexto. Esta unidad posee una identidad propia que se articula con una intencionalidad mayor dada en el propósito de la evaluación, el cual se concretiza con base en los estándares.
Según los expertos, las evaluaciones estandarizadas externas tienen una serie de ventajas, tanto para los estudiantes como para las instituciones educativas y los entes administrativos:
ü Promueven la transparencia de los procesos evaluativos, minimizando la alta carga de subjetividad que los acompaña. Esta transparencia es posible por la información específica y ejemplificada sobre los aprendizajes alcanzados.
ü Facilitan la conformación de comunidades de aprendizaje, porque permiten a las comunidades educativas (directivos, maestros, estudiantes, padres de familia) participar en la elección de los mejores criterios de evaluación.
ü Demandan y favorecen niveles crecientes de calidad académica.
ü Permiten a los alumnos realimentar y autorregular sus aprendizajes.
Por todo lo anterior, se puede afirmar que la evaluación no es un producto terminal, sino una forma constante de evidenciar el potencial de aprendizaje de los estudiantes y de hacer evidente las formas como se están satisfaciendo las necesidades de aprendizaje de los niños y los jóvenes. En este sentido, la evaluación continua (tanto formativa como sumativa) favorece la consecución de resultados de aprendizajes reconocidos (estandarizados) y mesurables en las diferentes áreas de formación y en competencias prácticas esenciales para la vida diaria.
“Si las evaluaciones se van a utilizar para realizar un seguimiento y orientar el aprendizaje de los estudiantes, los resultados de la investigación cognitiva sugieren que nuevos tipos de inferencias se necesitan acerca de cómo los estudiantes están adquiriendo conocimientos y habilidades” (Pellegrino, 1999).
Se puede concluir que en el proceso de enseñanza-aprendizaje la evaluación es un factor crucial, básicamente por tres razones: la evaluación es el espejo de una buena enseñanza y de un buen aprendizaje, pues refleja el pensamiento de los estudiantes, así como los contenidos específicos de lo que han aprendido; la evaluación es un continuo, que influye en la programación de la enseñanza y de las tareas involucradas; y, la evaluación proporciona información (a maestros, estudiantes, padres de familia y autoridades) sobre los niveles de competencia y comprensión que los alumnos están alcanzando o han alcanzado al culminar un grado particular de escolaridad (cf. Bransford et al, 2000).
REFERENCIAS
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lunes, 26 de enero de 2009
¿POR QUÉ UN CONGRESO NACIONAL JUVENIL DE FILOSOFÍA Y PEDAGOGÍA?
En el año 1994, cuando la Ley General de Educación estaba en efervescencia e invitaba a los maestros a realizar prácticas innovativas en el aula, fui invitado a participar de una actividad de filosofía en un colegio femenino de la ciudad. La invitación llegó por intermedio de un estudiante del grado décimo.
Con un grupo de cinco estudiantes acudí a la cita. El evento se realizó en el coliseo del colegio, el cual fue hermosamente decorado para la actividad. Tras esperar un poco, se dio inicio al evento. Era una especie entre “reinado” y “desfile de modas”. Hacer un reinado en Colombia no es inusual; cada día y en cada pueblo se realiza uno; los hay de todas las especies y para todos los gustos: de belleza, de turismo, de simpatía, de niñas, de señoras, o de algún producto agrícola o industrial que caracteriza a una región. Pero hacer un reinado de filosofía era una verdadera novedad. Pero más que un reinado, porque al final no hubo reina, ni virreina, ni princesas, el espectáculo escenificaba un desfile de modas.
La primera en desfilar fue la “Señorita Idealismo” o la modelo que lucía un “Vestido Idealista”. No voy a narrar ni a describir lo que observé; dejo a la imaginación de los lectores. Continuaron por la pasarela las representantes del Intelectualismo, el Racionalismo, el Empirismo, el Pragmatismo, el Positivismo, el Existencialismo (una especie de Gloria Trevi)... De repente Platón pasó de filósofo a modisto. El desfile de cada niña era acompañado por una breve sinopsis de cada corriente filosófica.
Este evento, folclórico si se quiere, fue el motivo para comenzar a pensar en un Congreso de Filosofía. Inicialmente se pensó como una actividad local. Luego, aprovechando mi experiencia personal en la realización de Encuentros de la Pastoral Juvenil, se dio el giro hacia un evento de carácter nacional. El principal obstáculo estaba en cómo congregar a jóvenes de diferentes ciudades proveyéndoles alojamiento y alimentación. Afortunadamente el Colegio La Salle, que era donde laboraba para esa época, tenía experiencia en el intercambio de estudiantes con sus instituciones hermanas en Colombia.
En el año 1995 se realizó el Primer Congreso Juvenil de Filosofía, con el apoyo de la Comunidad Educativa del Colegio La Salle, en cabeza de su Rector, Hermano Néstor Raúl Polanía González; y de la Asesora Pedagógica y Jefe del Departamento de Investigación, Especialista Luz María Gutiérrez de Coronel. Gracias al éxito alcanzado se realizaron dos ediciones más en los años 1996 y 1997. En el año 1998, cuando se estaba pensando hacer una convocatoria a nivel latinoamericano, el ímpetu se vio abruptamente suspendido.
El congreso de filosofía realizado en el Colegio La Salle de Bucaramanga fue el primero de una serie que se programaron después a nivel regional y nacional. Recuerdo los del Colegios Biffi – La Salle de Barranquilla; Santa Francisca Romana de Bogotá; Fundación Colegio UIS de Floridablanca, que se mantiene hasta hoy.
Después de un lapso de siete años y medio de no ejercer directamente la docencia, en el año 2006 se me encargó la orientación del área de Filosofía en la Escuela Normal superior de Bucaramanga, institución a la que había ingresado el primero de junio de 2005 como profesor de las áreas de Educación Religiosa Escolar y de Educación Ética y Valores Humanos. Confieso que al comienzo hubo bastante resistencia por parte de las estudiantes que ingresaban a estudiar el grado décimo. Una de las promotoras de esta resistencia fue en los dos primeros congresos una gran líder para sacar adelante dichas ediciones.
Las buenas experiencias siempre perduran en la mente. Al saber que estaría trabajando el desarrollo del pensamiento filosófico de las y los jóvenes normalistas, una de las primeras ideas que vinieron a mi mente fue la realización de un congreso de filosofía a nivel nacional. Inicialmente se pensó sólo para congregar a estudiantes de las Escuelas Normales Superiores de Colombia; de ahí el que sea un congreso de “filosofía y pedagogía”. Al avanzar en la concreción de la idea con las estudiantes que aceptaron el reto, se decidió ampliarlo a otras instituciones educativas, incluidas instituciones de educación superior.
Ya se han realizado tres versiones. 2006: La Institución Escolar en las Sociedades del Conocimiento; 2007: Ética y Política; 2008: La Raza Humana y el Destino del Planeta Tierra. Desde ahora nos perfilamos para año 2009: Pensamientos Ancestrales y Filosofías No Europeas.
Narrada la historia, es el momento de responder a la pregunta que encabeza esta presentación: ¿Por qué un congreso nacional juvenil de filosofía y pedagogía?
En la presentación del libro La Filosofía Como Problema Filosófico. ¿Qué es la Filosofía?, producido a dos mentes y cuatro manos junto con mi esposa Luz María, escribimos:
“Enseñar a filosofar es una tarea compleja, máxime en un tiempo en el que el pensamiento abstracto no es una prioridad para la mayoría. Parafraseando al filósofo italiano Giovanni Sartori, en la cultura actual el hombre pensante está siendo desplazado por el animal vidente que se apega a la imagen omnipresente creada por las tecnologías de la información y la comunicación. En este contexto, enseñar a filosofar, como toda tarea de enseñar, es una labor titánica y, en muchos casos, incomprendida, a tal punto que parece que no queda otro camino que exclamar como el fiel y práctico Sancho Panza: ‘huir no es cobardía, ni quedarse es valentía, allí donde los hechos sobrepasan a la esperanza’.
Hay tantas razones para abandonar la empresa educativa como para continuarla; pesando más los motivos para seguir adelante. La práctica educativa es una vocación que no se puede soslayar. Tomando una imagen de Juan el Bautista, si callamos los maestros, gritarán las piedras” (Deháquiz y Gutiérrez, 2007).
Existe una gran presión sociocultural, e incluso laboral, para que los jóvenes aprendan los componentes básicos de las Ciencias Naturales, incluyendo en ellas, como lo hace la Asociación Americana Para el Avance la Ciencia, las matemáticas y la tecnología (AAAC, 1989), y desdeñen la adquisición de un pensamiento crítico-reflexivo y de otros valores importantes de la cultura como el arte, la literatura, la axiología, la religión. Parece ser que el mundo actual quiere despreciar el pensamiento abstracto, representado en los estudios filosóficos, y prefiere, en forma burda, hacerle caso a Karl Marx, quien en su XI Tesis Sobre Feuerbach sentencia:
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
Afortunadamente, como se expresa arriba, hay razones muy poderosas para continuar la empresa educativa que uno se ha propuesto. Dos de estas razones las esgrimo a continuación. La primera, sigue la herencia de Reuven Feuerstein, para quien el rasgo característico de lo humano es la propensión al cambio. El ser humano es un sistema abierto, “accesible al cambio a lo largo de su periodo vital” (Feuerstein, 1993: 3). La segunda razón, en línea de continuidad con la primera, también resplandece de optimismo: el ser humano es un ser alado, como lo define el poeta y escritor colombiano Jairo Aníbal Niño; y a pesar que durante su crecimiento se le van cortando las alas, en la adolescencia y en la juventud aún conserva la capacidad de seducción y de admiración que caracterizan al pensamiento infantil. Esto tiene una implicación bien importante: en la escuela no es difícil encontrar reciprocidad en los estudiantes y establecer con ellos un “contrato pedagógico”, para que el acto de enseñar adquiera significado y sea trascendente.
A los jóvenes les gustan los desafíos de todo tipo, incluidos los intelectuales. Gracias a lo anterior, no suelo (como dice Jean-François Lyotard que es costumbre de los filósofos iniciar su enseñanza una y otra vez, convirtiendo las lecciones inaugurales en actos fallidos) comenzar los cursos de filosofía en el bachillerato formulando la pregunta ¿qué es la filosofía? (cf. Lyotard, 1989: 79). Aprovechando la curiosidad y para disipar un poco el miedo, introduzco los cursos con dos lecturas cargadas de vitalidad. Van a continuación:
La primera está tomada del texto de Inmanuel Kant, Respuesta a la Pregunta, ¿Qué es la Ilustración?:
“La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en al falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración (.) La mayoría de los hombres, a pesar que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena, permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y a la cobardía. Por eso les es fácil a otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad!”.
La segunda está tomada del texto de Estanislao Zuleta, Elogio de la Dificultad:
“La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunados inexistentes (...) Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal”.
El contrato pedagógico se inicia con un llamado a la conciencia. Recuerdo aquí el invitación que el filósofo alemán Johann G. Fichte hace a sus lectores:
“Fíjate en ti mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de ti, sino exclusivamente de ti mismo” (Fichte, 2007).
Estas palabras son precedidas por otras, cargadas de una dureza que impacta a la conciencia misma:
“Escribo sólo para aquellos en quienes mora todavía un sentido interno para la certeza o la dubitabilidad, para la claridad o la confusión de su propio conocimiento, para quienes la ciencia y la convicción valen algo y se sienten impulsados por un vivo afán de buscarla. Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de espíritu se han perdido ha sí mismos y consigo mismos han perdido su sentido para la propia convicción y su fe en la convicción de los demás; con aquellos para los que es locura que alguien busque independientemente la verdad, que en las ciencias no ven nada más que un modo más cómodo de ganarse el pan y que ante cada ensanchamiento de ellas se espantan como ante un nuevo trabajo; con aquellos para quienes ningún medio es vergonzoso si se trata de someter al que hecha a perder el negocio, con ninguno de ellos tengo nada que hacer. Me resultaría penoso que éstos me entendieran” (Ídem).
Cuando se inicia un trabajo previo de aprestamiento del pensamiento, entonces es posible comenzar a comprender las contribuciones que hace la filosofía al progreso de la raza humana y las implicaciones que tiene en la reorientación del privativo proyecto de vida de cada individuo, tal como lo expresa la UNESCO en el Informe del director general relativo a una estrategia intersectorial sobre la filosofía:
“La enseñanza de la filosofía contribuye a la formación de ciudadanos libres. ‘Alienta a forjarse una opinión propia, a confrontar todo tipo de argumentos, a respetar el punto de vista de los demás, y a someterse únicamente a la autoridad de la razón’. En otras palabras, la enseñanza de la filosofía es sumamente importante para entender las diferentes visiones del mundo y los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, y contribuye a desarrollar la capacidad de las personas para ejercer una verdadera libertad de pensamiento y liberarse de los dogmas y la ‘sabiduría’ incuestionable. Fomenta asimismo la capacidad de cada ser humano para formar un juicio respecto de su propia situación. Ello está por fuerza vinculado a la posibilidad de formular apreciaciones y críticas y elegir entre la acción y la inacción”.
Estos elementos van generando una relación especial entre los jóvenes y la filosofía. Filosofar deja de ser algo ajeno a la vida cotidiana de los seres humanos, y la filosofía deja de ser vista como una actividad reservada a especialistas. El filosofar se convierte en una práctica del pensamiento que perfecciona las relaciones vitales de la persona con sus semejantes y con los otros seres que también habitan el mundo. En este contexto es posible convocar a los jóvenes para que en un foro extracurricular expresen sus ideas y hagan uso público de su razón; porque es en este uso público que el pensar por sí mismo adquiere validez. Pensar por sí mismo no es pensar en soledad, en un estado de aislamiento individual. Al respecto Kant afirma:
“Es verdad que se dice que la libertad de hablar, o de escribir, puede sernos quitada por un poder superior, pero no la libertad de pensar. Pero, ¿pensaríamos mucho, y pensaríamos bien y con corrección, si no pensáramos, por decirlo así, en comunidad con otros, que nos comunican sus pensamientos y a los que comunicamos los nuestros? Por consiguiente, se puede decir bien que el poder externo que priva a los hombres de la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos los priva también de la libertad de pensar...” (Kant, 1982).
El pensador solitario, según Kant, es una ficción; es un soñador que fantasea y delira ajeno a los reales conflictos del hombre; “su desolación no llega a conmovernos y sólo puede repeler” (Ídem).
Los congresos juveniles de filosofía tienen la intención de brindar un espacio a los jóvenes para que hagan uso público de su razón; para que confronten sus elaboraciones teóricas sobre el mundo con las ideas de otros jóvenes. En un país como Colombia signado por la intolerancia ideológica y el egocentrismo de los argumentos; por el advenimiento del insulto y la grosería como descalificación de las ideas del adversario; por la ausencia de debates públicos serios a nivel del establecimiento, el congreso juvenil de filosofía se convierte en una palestra privilegiada para hacer gala de la mayoría de edad que se está conquistando. El uso público de la razón argumentada es esencial para el progreso del conocimiento y, como lo expresa Karl Popper, “para lograr establecer sociedades en donde sea posible derrumbar ideas que no nos gustan sin necesidad de eliminar a aquellos que las sustentan”. Lo anterior constituye el principal motivo para organizar estos eventos.
Las construcciones teóricas, que mediante ponencias presentan los jóvenes en el congreso, requieren poner en acción competencias cognitivas y comunicativas. Las primeras se relacionan directamente con la temática que aborda el congreso; implica desde realizar una revisión bibliográfica de autores, pasando por la lectura crítica de sus tesis fundamentales, hasta la elaboración de los argumentos de los propios ponentes. Las segundas están conectadas con la redacción del escrito, su traducción en diapositivas y la presentación verbal ante el auditorio, la cual incluye el conversatorio. Este es un trabajo dispendioso en el que los ponentes son asesorados por sus respectivos docentes.
Un segundo motivo para la realización del congreso está en el desarrollo que se genera de competencias laborales generales. La comprensión de las competencias ahora se sitúa más allá del saber-hacer (grado elemental de las competencias) y se sitúa en el saber qué hacer y cuándo; es decir, no basta con ejecutar lo prescrito, sino que es un accionar ante situaciones inéditas. Año a año, los integrantes del comité organizador se enfrentan ante una situación inédita, que exige creatividad e imaginación para sortear situaciones que van desde la programación, la gestión de recursos, la administración de los mismos y la realización del evento. En este sentido, los integrantes del comité organizador tienen que imaginar las diferentes tareas que es necesario realizar; tienen que resolverlas; y, tienen que reflexionar acerca de todo lo sucedido. El objetivo acá es puntual y ambicioso: que los jóvenes aprendan a tener iniciativa. En este contexto cobran dimensión las palabras de Elbert Hubbard en su famosa Carta a García:
“El mundo confiere sus mejores premios tanto en honores como en dinero, a una sola cosa: a la iniciativa.
¿Qué es la iniciativa? Puedo definirla en pocas palabras: hacer, lo que se debe hacer, bien hecho; sin que nadie lo mande”.
Cuando se programa un congreso de filosofía y se convoca a los jóvenes para que lo conciban, lo planeen, lo programen, lo organicen y lo realicen, la intención es enseñarles a tener carácter, es decir, a que coloquen todas sus energías en el logro del objetivo propuesto. Esta es la senda del triunfo, que permite “lanzarse a la acción sin miedo ni pereza”. La iniciativa permite conjugar inteligencia, voluntad y trabajo en equipo.
Con estas convicciones se ha logrado realizar, en la Escuela Normal Superior de Bucaramanga, tres ediciones del congreso. Cada una ha contado con un talento humano particular; cada una ha estado a la altura de sus gestores y de sus participantes. Pero a diferencia de aquellos congresos lejanos de los años noventa del siglo anterior en el Colegio La Salle de Bucaramanga, ahora, en este presente, ha quedado la memoria. Es la memoria la que permite tener historia, identidad y porvenir.
A continuación se ofrecen las tres versiones del Congreso Nacional Juvenil de Filosofía, comenzando por la tercera y avanzando hacia la primera. Aparecen las ponencias que los jóvenes prepararon y presentaron. Es posible que en los textos haya errores (tanto conceptuales como literarios); pero es la palabra pronunciada por los jóvenes para expresar sus comprensiones sobre tres problemáticas diferentes: La Raza Humana y el Destino del Planeta Tierra; Ética y Política; y, La Institución Escolar en la Sociedad del Conocimiento. Acompañan a estas construcciones juveniles las palabras de los expertos invitados a los tres certámenes: Ricardo Rozzi, Álvaro Fernández González y Alipio Casali. La palabra juvenil y la palabra adulta en torno a la “mejor escuela de la libertad y la democracia”: la filosofía.
Jorge Alberto Deháquiz Mejía
Bucaramanga, Septiembre de 2008
REFERENCIAS:
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INMANUEL KANT, Cómo Orientarse en el Pensamiento, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1982.
INMANUEL KANT, Respuesta a la Pregunta, ¿Qué es la Ilustración?
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JOHANN GOTTLIEB FICHTE, Introducción a Teoría de la Ciencia, Segunda Edición Cibernética, Septiembre de 2007, http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/filosofia/fichte/caratula.html.
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA y LUZ MARÍA GUTIÉRREZ CELIS, El Problema de la Filosofía. ¿Qué es la Filosofía? Filosofar 1, Escuela Normal Superior de Bucaramanga, 2007.
Con un grupo de cinco estudiantes acudí a la cita. El evento se realizó en el coliseo del colegio, el cual fue hermosamente decorado para la actividad. Tras esperar un poco, se dio inicio al evento. Era una especie entre “reinado” y “desfile de modas”. Hacer un reinado en Colombia no es inusual; cada día y en cada pueblo se realiza uno; los hay de todas las especies y para todos los gustos: de belleza, de turismo, de simpatía, de niñas, de señoras, o de algún producto agrícola o industrial que caracteriza a una región. Pero hacer un reinado de filosofía era una verdadera novedad. Pero más que un reinado, porque al final no hubo reina, ni virreina, ni princesas, el espectáculo escenificaba un desfile de modas.
La primera en desfilar fue la “Señorita Idealismo” o la modelo que lucía un “Vestido Idealista”. No voy a narrar ni a describir lo que observé; dejo a la imaginación de los lectores. Continuaron por la pasarela las representantes del Intelectualismo, el Racionalismo, el Empirismo, el Pragmatismo, el Positivismo, el Existencialismo (una especie de Gloria Trevi)... De repente Platón pasó de filósofo a modisto. El desfile de cada niña era acompañado por una breve sinopsis de cada corriente filosófica.
Este evento, folclórico si se quiere, fue el motivo para comenzar a pensar en un Congreso de Filosofía. Inicialmente se pensó como una actividad local. Luego, aprovechando mi experiencia personal en la realización de Encuentros de la Pastoral Juvenil, se dio el giro hacia un evento de carácter nacional. El principal obstáculo estaba en cómo congregar a jóvenes de diferentes ciudades proveyéndoles alojamiento y alimentación. Afortunadamente el Colegio La Salle, que era donde laboraba para esa época, tenía experiencia en el intercambio de estudiantes con sus instituciones hermanas en Colombia.
En el año 1995 se realizó el Primer Congreso Juvenil de Filosofía, con el apoyo de la Comunidad Educativa del Colegio La Salle, en cabeza de su Rector, Hermano Néstor Raúl Polanía González; y de la Asesora Pedagógica y Jefe del Departamento de Investigación, Especialista Luz María Gutiérrez de Coronel. Gracias al éxito alcanzado se realizaron dos ediciones más en los años 1996 y 1997. En el año 1998, cuando se estaba pensando hacer una convocatoria a nivel latinoamericano, el ímpetu se vio abruptamente suspendido.
El congreso de filosofía realizado en el Colegio La Salle de Bucaramanga fue el primero de una serie que se programaron después a nivel regional y nacional. Recuerdo los del Colegios Biffi – La Salle de Barranquilla; Santa Francisca Romana de Bogotá; Fundación Colegio UIS de Floridablanca, que se mantiene hasta hoy.
Después de un lapso de siete años y medio de no ejercer directamente la docencia, en el año 2006 se me encargó la orientación del área de Filosofía en la Escuela Normal superior de Bucaramanga, institución a la que había ingresado el primero de junio de 2005 como profesor de las áreas de Educación Religiosa Escolar y de Educación Ética y Valores Humanos. Confieso que al comienzo hubo bastante resistencia por parte de las estudiantes que ingresaban a estudiar el grado décimo. Una de las promotoras de esta resistencia fue en los dos primeros congresos una gran líder para sacar adelante dichas ediciones.
Las buenas experiencias siempre perduran en la mente. Al saber que estaría trabajando el desarrollo del pensamiento filosófico de las y los jóvenes normalistas, una de las primeras ideas que vinieron a mi mente fue la realización de un congreso de filosofía a nivel nacional. Inicialmente se pensó sólo para congregar a estudiantes de las Escuelas Normales Superiores de Colombia; de ahí el que sea un congreso de “filosofía y pedagogía”. Al avanzar en la concreción de la idea con las estudiantes que aceptaron el reto, se decidió ampliarlo a otras instituciones educativas, incluidas instituciones de educación superior.
Ya se han realizado tres versiones. 2006: La Institución Escolar en las Sociedades del Conocimiento; 2007: Ética y Política; 2008: La Raza Humana y el Destino del Planeta Tierra. Desde ahora nos perfilamos para año 2009: Pensamientos Ancestrales y Filosofías No Europeas.
Narrada la historia, es el momento de responder a la pregunta que encabeza esta presentación: ¿Por qué un congreso nacional juvenil de filosofía y pedagogía?
En la presentación del libro La Filosofía Como Problema Filosófico. ¿Qué es la Filosofía?, producido a dos mentes y cuatro manos junto con mi esposa Luz María, escribimos:
“Enseñar a filosofar es una tarea compleja, máxime en un tiempo en el que el pensamiento abstracto no es una prioridad para la mayoría. Parafraseando al filósofo italiano Giovanni Sartori, en la cultura actual el hombre pensante está siendo desplazado por el animal vidente que se apega a la imagen omnipresente creada por las tecnologías de la información y la comunicación. En este contexto, enseñar a filosofar, como toda tarea de enseñar, es una labor titánica y, en muchos casos, incomprendida, a tal punto que parece que no queda otro camino que exclamar como el fiel y práctico Sancho Panza: ‘huir no es cobardía, ni quedarse es valentía, allí donde los hechos sobrepasan a la esperanza’.
Hay tantas razones para abandonar la empresa educativa como para continuarla; pesando más los motivos para seguir adelante. La práctica educativa es una vocación que no se puede soslayar. Tomando una imagen de Juan el Bautista, si callamos los maestros, gritarán las piedras” (Deháquiz y Gutiérrez, 2007).
Existe una gran presión sociocultural, e incluso laboral, para que los jóvenes aprendan los componentes básicos de las Ciencias Naturales, incluyendo en ellas, como lo hace la Asociación Americana Para el Avance la Ciencia, las matemáticas y la tecnología (AAAC, 1989), y desdeñen la adquisición de un pensamiento crítico-reflexivo y de otros valores importantes de la cultura como el arte, la literatura, la axiología, la religión. Parece ser que el mundo actual quiere despreciar el pensamiento abstracto, representado en los estudios filosóficos, y prefiere, en forma burda, hacerle caso a Karl Marx, quien en su XI Tesis Sobre Feuerbach sentencia:
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
Afortunadamente, como se expresa arriba, hay razones muy poderosas para continuar la empresa educativa que uno se ha propuesto. Dos de estas razones las esgrimo a continuación. La primera, sigue la herencia de Reuven Feuerstein, para quien el rasgo característico de lo humano es la propensión al cambio. El ser humano es un sistema abierto, “accesible al cambio a lo largo de su periodo vital” (Feuerstein, 1993: 3). La segunda razón, en línea de continuidad con la primera, también resplandece de optimismo: el ser humano es un ser alado, como lo define el poeta y escritor colombiano Jairo Aníbal Niño; y a pesar que durante su crecimiento se le van cortando las alas, en la adolescencia y en la juventud aún conserva la capacidad de seducción y de admiración que caracterizan al pensamiento infantil. Esto tiene una implicación bien importante: en la escuela no es difícil encontrar reciprocidad en los estudiantes y establecer con ellos un “contrato pedagógico”, para que el acto de enseñar adquiera significado y sea trascendente.
A los jóvenes les gustan los desafíos de todo tipo, incluidos los intelectuales. Gracias a lo anterior, no suelo (como dice Jean-François Lyotard que es costumbre de los filósofos iniciar su enseñanza una y otra vez, convirtiendo las lecciones inaugurales en actos fallidos) comenzar los cursos de filosofía en el bachillerato formulando la pregunta ¿qué es la filosofía? (cf. Lyotard, 1989: 79). Aprovechando la curiosidad y para disipar un poco el miedo, introduzco los cursos con dos lecturas cargadas de vitalidad. Van a continuación:
La primera está tomada del texto de Inmanuel Kant, Respuesta a la Pregunta, ¿Qué es la Ilustración?:
“La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en al falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración (.) La mayoría de los hombres, a pesar que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena, permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y a la cobardía. Por eso les es fácil a otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad!”.
La segunda está tomada del texto de Estanislao Zuleta, Elogio de la Dificultad:
“La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunados inexistentes (...) Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal”.
El contrato pedagógico se inicia con un llamado a la conciencia. Recuerdo aquí el invitación que el filósofo alemán Johann G. Fichte hace a sus lectores:
“Fíjate en ti mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de ti, sino exclusivamente de ti mismo” (Fichte, 2007).
Estas palabras son precedidas por otras, cargadas de una dureza que impacta a la conciencia misma:
“Escribo sólo para aquellos en quienes mora todavía un sentido interno para la certeza o la dubitabilidad, para la claridad o la confusión de su propio conocimiento, para quienes la ciencia y la convicción valen algo y se sienten impulsados por un vivo afán de buscarla. Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de espíritu se han perdido ha sí mismos y consigo mismos han perdido su sentido para la propia convicción y su fe en la convicción de los demás; con aquellos para los que es locura que alguien busque independientemente la verdad, que en las ciencias no ven nada más que un modo más cómodo de ganarse el pan y que ante cada ensanchamiento de ellas se espantan como ante un nuevo trabajo; con aquellos para quienes ningún medio es vergonzoso si se trata de someter al que hecha a perder el negocio, con ninguno de ellos tengo nada que hacer. Me resultaría penoso que éstos me entendieran” (Ídem).
Cuando se inicia un trabajo previo de aprestamiento del pensamiento, entonces es posible comenzar a comprender las contribuciones que hace la filosofía al progreso de la raza humana y las implicaciones que tiene en la reorientación del privativo proyecto de vida de cada individuo, tal como lo expresa la UNESCO en el Informe del director general relativo a una estrategia intersectorial sobre la filosofía:
“La enseñanza de la filosofía contribuye a la formación de ciudadanos libres. ‘Alienta a forjarse una opinión propia, a confrontar todo tipo de argumentos, a respetar el punto de vista de los demás, y a someterse únicamente a la autoridad de la razón’. En otras palabras, la enseñanza de la filosofía es sumamente importante para entender las diferentes visiones del mundo y los fundamentos filosóficos de los derechos humanos, y contribuye a desarrollar la capacidad de las personas para ejercer una verdadera libertad de pensamiento y liberarse de los dogmas y la ‘sabiduría’ incuestionable. Fomenta asimismo la capacidad de cada ser humano para formar un juicio respecto de su propia situación. Ello está por fuerza vinculado a la posibilidad de formular apreciaciones y críticas y elegir entre la acción y la inacción”.
Estos elementos van generando una relación especial entre los jóvenes y la filosofía. Filosofar deja de ser algo ajeno a la vida cotidiana de los seres humanos, y la filosofía deja de ser vista como una actividad reservada a especialistas. El filosofar se convierte en una práctica del pensamiento que perfecciona las relaciones vitales de la persona con sus semejantes y con los otros seres que también habitan el mundo. En este contexto es posible convocar a los jóvenes para que en un foro extracurricular expresen sus ideas y hagan uso público de su razón; porque es en este uso público que el pensar por sí mismo adquiere validez. Pensar por sí mismo no es pensar en soledad, en un estado de aislamiento individual. Al respecto Kant afirma:
“Es verdad que se dice que la libertad de hablar, o de escribir, puede sernos quitada por un poder superior, pero no la libertad de pensar. Pero, ¿pensaríamos mucho, y pensaríamos bien y con corrección, si no pensáramos, por decirlo así, en comunidad con otros, que nos comunican sus pensamientos y a los que comunicamos los nuestros? Por consiguiente, se puede decir bien que el poder externo que priva a los hombres de la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos los priva también de la libertad de pensar...” (Kant, 1982).
El pensador solitario, según Kant, es una ficción; es un soñador que fantasea y delira ajeno a los reales conflictos del hombre; “su desolación no llega a conmovernos y sólo puede repeler” (Ídem).
Los congresos juveniles de filosofía tienen la intención de brindar un espacio a los jóvenes para que hagan uso público de su razón; para que confronten sus elaboraciones teóricas sobre el mundo con las ideas de otros jóvenes. En un país como Colombia signado por la intolerancia ideológica y el egocentrismo de los argumentos; por el advenimiento del insulto y la grosería como descalificación de las ideas del adversario; por la ausencia de debates públicos serios a nivel del establecimiento, el congreso juvenil de filosofía se convierte en una palestra privilegiada para hacer gala de la mayoría de edad que se está conquistando. El uso público de la razón argumentada es esencial para el progreso del conocimiento y, como lo expresa Karl Popper, “para lograr establecer sociedades en donde sea posible derrumbar ideas que no nos gustan sin necesidad de eliminar a aquellos que las sustentan”. Lo anterior constituye el principal motivo para organizar estos eventos.
Las construcciones teóricas, que mediante ponencias presentan los jóvenes en el congreso, requieren poner en acción competencias cognitivas y comunicativas. Las primeras se relacionan directamente con la temática que aborda el congreso; implica desde realizar una revisión bibliográfica de autores, pasando por la lectura crítica de sus tesis fundamentales, hasta la elaboración de los argumentos de los propios ponentes. Las segundas están conectadas con la redacción del escrito, su traducción en diapositivas y la presentación verbal ante el auditorio, la cual incluye el conversatorio. Este es un trabajo dispendioso en el que los ponentes son asesorados por sus respectivos docentes.
Un segundo motivo para la realización del congreso está en el desarrollo que se genera de competencias laborales generales. La comprensión de las competencias ahora se sitúa más allá del saber-hacer (grado elemental de las competencias) y se sitúa en el saber qué hacer y cuándo; es decir, no basta con ejecutar lo prescrito, sino que es un accionar ante situaciones inéditas. Año a año, los integrantes del comité organizador se enfrentan ante una situación inédita, que exige creatividad e imaginación para sortear situaciones que van desde la programación, la gestión de recursos, la administración de los mismos y la realización del evento. En este sentido, los integrantes del comité organizador tienen que imaginar las diferentes tareas que es necesario realizar; tienen que resolverlas; y, tienen que reflexionar acerca de todo lo sucedido. El objetivo acá es puntual y ambicioso: que los jóvenes aprendan a tener iniciativa. En este contexto cobran dimensión las palabras de Elbert Hubbard en su famosa Carta a García:
“El mundo confiere sus mejores premios tanto en honores como en dinero, a una sola cosa: a la iniciativa.
¿Qué es la iniciativa? Puedo definirla en pocas palabras: hacer, lo que se debe hacer, bien hecho; sin que nadie lo mande”.
Cuando se programa un congreso de filosofía y se convoca a los jóvenes para que lo conciban, lo planeen, lo programen, lo organicen y lo realicen, la intención es enseñarles a tener carácter, es decir, a que coloquen todas sus energías en el logro del objetivo propuesto. Esta es la senda del triunfo, que permite “lanzarse a la acción sin miedo ni pereza”. La iniciativa permite conjugar inteligencia, voluntad y trabajo en equipo.
Con estas convicciones se ha logrado realizar, en la Escuela Normal Superior de Bucaramanga, tres ediciones del congreso. Cada una ha contado con un talento humano particular; cada una ha estado a la altura de sus gestores y de sus participantes. Pero a diferencia de aquellos congresos lejanos de los años noventa del siglo anterior en el Colegio La Salle de Bucaramanga, ahora, en este presente, ha quedado la memoria. Es la memoria la que permite tener historia, identidad y porvenir.
A continuación se ofrecen las tres versiones del Congreso Nacional Juvenil de Filosofía, comenzando por la tercera y avanzando hacia la primera. Aparecen las ponencias que los jóvenes prepararon y presentaron. Es posible que en los textos haya errores (tanto conceptuales como literarios); pero es la palabra pronunciada por los jóvenes para expresar sus comprensiones sobre tres problemáticas diferentes: La Raza Humana y el Destino del Planeta Tierra; Ética y Política; y, La Institución Escolar en la Sociedad del Conocimiento. Acompañan a estas construcciones juveniles las palabras de los expertos invitados a los tres certámenes: Ricardo Rozzi, Álvaro Fernández González y Alipio Casali. La palabra juvenil y la palabra adulta en torno a la “mejor escuela de la libertad y la democracia”: la filosofía.
Jorge Alberto Deháquiz Mejía
Bucaramanga, Septiembre de 2008
REFERENCIAS:
ASOCIACIÓN AMERICANA PARA EL AVANCE LA CIENCIA, Ciencia: Conocimiento Para Todos, 1989, http://www.project2061.org/esp/default.htm.
ESTANISLAZO ZULETA, Elogio de la Dificultad, http://www.elabedul.net/Articulos/.
INMANUEL KANT, Cómo Orientarse en el Pensamiento, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1982.
INMANUEL KANT, Respuesta a la Pregunta, ¿Qué es la Ilustración?
JEAN-FRANÇOIS LYOTARD, ¿Por Qué Filosofar?, Paidós, Barcelona, 1989.
JOHANN GOTTLIEB FICHTE, Introducción a Teoría de la Ciencia, Segunda Edición Cibernética, Septiembre de 2007, http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/filosofia/fichte/caratula.html.
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA y LUZ MARÍA GUTIÉRREZ CELIS, El Problema de la Filosofía. ¿Qué es la Filosofía? Filosofar 1, Escuela Normal Superior de Bucaramanga, 2007.
EL PROYECTO CONGRESO DE FILOSOFIA
II
EL PROYECTO CONGRESO DE FILOSOFÍA
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA
Docente de Filosofía Escuela Normal Superior de Bucaramanga
1. JUSTIFICACIÓN
El estudio de la filosofía, que esta prescrito para los últimos años del bachillerato, tiene un propósito: consolidar en el alumno la libertad de pensamiento a partir de la misma filosofía y sus problemas. El ejercicio de un pensamiento autónomo, crítico y reflexivo se convierte en una invitación a arriesgarse por la vida pensando el mundo en que se habita, lo cual sólo es posible cuando se ponen “en ejercicio las facultades superiores del hombre: su pensamiento, su reflexión, su juicio, lo que modernamente se ha plasmado en un verbo: ‘filosofar’” (Gómez, 1983).
El fruto del proceso de la filosofía, como filosofar, es el uso público de la razón por parte de los estudiantes bachilleres:
“Al culminar el proceso educativo-escolarizado de la secundaria y tras adquirir y formar una actitud intelectual crítico-analítica, extendida a todos los campos del pensar, del conocer y del actuar, el joven bachiller debe estar en capacidad de hacer uso público de su razón, de su racionalidad como discurrir filosófico y científico, sopesando cada afirmación, cada argumentación, autoevaluando sus propuestas ideológicas y confrontando con la crítica de otros sus construcciones teóricas sobre el mundo. Esta actitud, que es la disposición normal de la persona que ha llegado a la mayoría de edad, es fundamental, según sugiere Karl Raimund Popper, ‘no sólo para el progreso del conocimiento, sino también para lograr establecer sociedades en donde sea posible derrumbar ideas que no nos gustan sin necesidad de eliminar a aquellos que las sustentan’” (Deháquiz, 1995).
El uso público la razón requiere, como todos los actos de madurez y autonomía, preparación y entrenamiento; no es algo espontáneo. En vistas de lo anterior, la propuesta de realizar un congreso de filosofía, pensado para los jóvenes y organizado por ellos, tiene como objetivo abrir espacios para el uso público de la razón entre congéneres.
El ejercicio público de la razón, en el escenario del congreso juvenil de filosofía, implica la puesta en acción de las competencias filosóficas adquiridas en el desarrollo del proceso de aprendizaje de la filosofía. Son los jóvenes ponentes quienes, en primera línea, tienen que hacer gala de dichas competencias, y quienes mejor encarnan lo que Philippe Meirieu llama “aprender a hacer lo que no se sabe, haciéndolo”.
Se pueden identificar, a modo de hipótesis de trabajo y siguiendo el trabajo de Monique Denyer (cf. Denyer et al, 2008), cuatro competencias filosóficas básicas para la elaboración de las ponencias:
a) Plantear, a partir de las temáticas propuestas por el congreso, un problema filosófico. Plantear problemas significa formular retos al pensamiento; esto se da porque, como lo plantea Ernst Mach, se produce una lucha entre el saber adquirido y el esfuerzo por adaptarse a nuevas situaciones; para este autor, un problema es “un desacuerdo entre los pensamientos y los hechos, o un desacuerdo entre pensamientos”. En palabras de Karl Popper, los problemas expresan expectativas o supuestos teóricos defraudados, dificultades no resueltas, contradicciones entre asertos establecidos. En síntesis, plantear un problema, refleja un “desequilibrio cognitivo”, que gatilla el interés por abordarlo en aras de dar una solución.
Los problemas pueden ser de carácter práctico, conceptual o teórico. Para su solución es necesario plantear hipótesis imaginativas, arriesgadas. En filosofía esto implica plantear un nuevo enfoque, una manera distinta de decir las cosas, contradiciendo o modificando las conjeturas que se tienen. Se puede tomar, a modo de ejemplo, el siguiente ejercicio que hace el filósofo español José Ortega y Gasset.
“Los antiguos y medievales tenían su definición mínima de hombre, en rigor y para nuestra vergüenza, no superada: es el animal racional. Coincidimos con ella, la pena es que para nosotros se ha hecho no poco problemático saber claramente qué es ser animal y qué ser racional. Por eso preferimos decir, para los efectos de la historia, que hombre es todo ser viviente que piensa con sentido y que por eso podemos nosotros entenderlo” (Ortega y Gasset, 1973).
En filosofía plantear un problema significa romper con la “inocencia”, con los “paraísos” en los que se instalan las ideas. Todos queremos estar rodeados de paraísos o vivir en el paraíso. Lo paradójico es que este “paraíso” puede ser un “antro”, una “caverna”, un contexto (social e ideológico) adverso a la razón (como lo describe Platón su famosa alegoría). Paraíso o caverna significan estar en lo obvio, sin sospechas ni dudas; este es un estado en el que el individuo cree saberlo todo y se siente seguro ante aquello que se le aparece porque le incumbe en cuanto le es útil. La caverna o el paraíso representan el dominio de las opiniones. Éstas constituyen un poderoso obstáculo (cognitivo o epistemológico) para abordar nuevas ideas.
“La ciencia, tanto en su principio como en su necesidad de coronamiento, se opone en absoluto a la opinión. Si en alguna cuestión particular debe legitimar la opinión, lo hace por razones distintas de las que fundamentan la opinión; de manera que la opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal; no piensa; traduce necesidades en conocimiento. Al designar a los objetos por su utilidad, ella se prohíbe el conocerlos. Nada puede fundarse sobre la opinión: ante todo es necesario destruirla. Ella es el primer obstáculo a superar. No es suficiente, por ejemplo, rectificarla en casos particulares, manteniendo, como una especie de moral provisoria, un conocimiento vulgar provisorio. El espíritu científico nos impide tener opinión sobre cuestiones que no comprendemos, sobre cuestiones que no sabemos formular claramente. Ante todo es necesario saber plantear los problemas. Y dígase lo que se quiera, en la vida científica los problemas no se plantean por sí mismos. Es precisamente este sentido del problema el que sindica el verdadero espíritu científico. Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nada es espontáneo. Nada es dado. Todo se construye” (Bachelard).
b) Analizar y criticar fuentes filosóficas. Plantear un problema filosófico requiere la revisión de una serie de fuentes filosóficas. Monique Denyer expresa que “los alumnos generalmente tienen ciertos conocimientos del mundo, pero muy pocos conocimientos literarios”. Para el presente caso “literarios” significa “filosóficos”. No se puede abordar plenamente un problema filosófico dejando de lado el discurso que lo delimita, el cual está expresado en los pensamientos de los filósofos; pensamientos que, a su vez, requieren una asimilación crítica, una reapropiación imaginativa.
Por tal razón, el congreso –en cada convocatoria– debe poner a disposición de los convocados una serie de fuentes filosóficas de primera mano; éstos, según sus intereses filosóficos, indagarán por otras fuentes complementarias. Un estatuto epistemológico básico del quehacer filosófico es que se filosofa de cara a los filósofos, como se hace ciencia de cara a los científicos, es decir, conociendo sus aportes teóricos y controvirtiendo con ellos. Un procedimiento ajeno al discurso filosófico conduce al espontaneísmo de las ideas, a la “opinión”. No se puede filosofar plenamente sin la aprehensión de la filosofía; sin conocer el pensamiento de los filósofos. Se da una relación dialéctica entre filosofar (el discurso del joven) y la filosofía (los logros concretos del pensamiento humano).
En la revisión de las fuentes filosóficas es importante mirar a los pensadores de todos los tiempos, ya que los problemas filosóficos (en líneas generales) han sido abordados de forma diferentes en el transcurso de la historia del pensamiento humano.
“En filosofía una cosa es clara: es preciso leer a los autores de todos los tiempos, a los clásicos, a los que en expresión de Gottfried Wilhelm von Leibniz (retomando al teólogo del siglo XVI Augustine Steuch), constituye la philosophia perennis (filosofía perenne), las adquisiciones fundamentales de la filosofía antigua y medieval; y a los phiolosophi novi, a los filósofos y científicos modernos y actuales” (Deháquiz y Gutiérrez, 2007).
c) Sobre la base de las fuentes filosóficas plantear una tesis, una proposición que exprese una idea “contundente”, que requiere ser argumentada. Esta idea está llamada a retar el pensamiento y la escala de valores y de actuación de los interlocutores en el ejercicio público de la razón. Con esta proposición se evidencia el dominio que tiene el joven sobre la problemática que ha planteado, pues ella permite enfocar y organizar las ideas que la argumentan, para posteriormente expresarlas conscientemente y con claridad.
Es importante destacar acá un elemento esencial de la actividad reflexiva de carácter filosófico: al momento de formular su tesis y en el ejercicio de argumentación, el joven filósofo debe aquilatar (examinar y apreciar) su propio pensamiento, ponderando sus ideas. Para ello es bueno apropiarse de lo que Inmanuel Kant llama “máximas del entendimiento humano”: 1) pensar por sí mismo; 2) pensar desde la perspectiva del otro; y 3) pensar siempre de modo consecuente.
“He aquí las máximas de la inteligencia común, que no forman parte ciertamente de la crítica del gusto, pero que pueden servir de explicación a sus principios: 1º, pensar por sí mismo; 2º, pensar en sí, colocándose en el puesto de otro; 3º, pensar de manera que se esté siempre de acuerdo consigo mismo. La primera, es la máxima de un espíritu libre de prejuicios; la segunda, la de un espíritu extensivo; la tercera, de la de un espíritu consecuente. La tendencia a una razón pasiva, por consiguiente, a la heteronomía de la razón, se llama prejuicio” (Kant, 1876).
d) Propuesta la tesis y trazada la argumentación, concebir y elaborar la ponencia como estrategia de comunicación del discurso filosófico construido. Esta competencia es la más compleja de todas.
La ponencia pide la elaboración, o mejor, redacción de un texto para ser leído en público. Acá la escritura se coloca al servicio de la oralidad. La ponencia, como expresión del uso público de la razón, es un ejercicio de oralidad. Ésta reconfigura el problema “filosófico” planteado por el joven a partir de las lecturas que hace del problema: la vital y la filosófica. En cuanto a la primera, cabe recordar a Federico Nietzsche cuando afirma que “nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a que no se tiene acceso desde la vivencia”. Respecto de la segunda, implica poner en acción las competencias relacionadas con la revisión crítica de las fuentes filosóficas.
La cuestión inicial está en determinar qué características debe tener el texto que sirve de base a la ponencia, y que, además, es de carácter filosófico. Se hace necesario, entonces, preguntar sobre qué características debe tener un “texto filosófico”. Eduardo de Bustos Guadaño dice que esta cuestión causa perplejidad, “una reacción característicamente filosófica”. Difícilmente se puede establecer una propiedad o un conjunto de propiedades que permitan definir y caracterizar un texto filosófico para ser leído en público.
Para una tentativa de caracterización se pueden tomar algunos ejemplos de textos filosóficos que fueron leídos en público o que recogen intervenciones públicas de filósofos: las lecciones de filosofía impartidas por José Ortega y Gasset en la Universidad de Madrid y, tras el cierre de ésta, en la Sala Rex y en el Teatro Infanta Beatriz entre 1929 y 1930, recogidas en el libro ¿Qué es Filosofía?; el Curso de Filosofía Para Científicos dirigido por Louis Althusser en la Escuela Normal Superior de París en el año 1967; los cursos orales extrauniversitarios de Xavier Zubiri; las conferencias dadas por Jean-François Lyotard a los estudiantes de propedéutica de la Soborna en París, en el año 1964, recopiladas en el libro ¿Por Qué Filosofar?; las conferencias de Estanislao Zuleta en las Universidades del Valle en Cali (1975) y Libre de Bogotá (1978), recogidas en el libro Educación y Democracia un Campo de Combate; las diversas disertaciones públicas de Karl Popper transcritas en Conjeturas y Refutaciones.
¿Qué tienen en común estos textos? Son estructuras argumentativas e inferenciales complejas, en las que se crean y recrean conceptos (filosóficos): “la filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos” (Deleuze y Guattari, 1993: 7). Los filósofos piensan e inventan conceptos (“ser”, Parménides; “ideas”, Platón; “substancia”, Aristóteles; “cogito”, Descartes; “mónadas”, Leibniz; “falsación”, Popper; “revoluciones científicas”, Kuhn); son especialistas en conceptos.
“El filósofo es el amigo del concepto, está en poder del concepto. Lo que equivale a decir que la filosofía no es un mero arte de formar, inventar o fabricar conceptos, pues los conceptos no son necesariamente formas, inventos o productos. La filosofía, con mayor rigor, es la disciplina que consiste en crear conceptos. (...) Crear conceptos siempre nuevos, tal es el objeto de la filosofía. El concepto remite al filósofo como aquel que lo tienen en potencia, o que tiene su poder o cu competencia, porque tiene que ser creado. No cabe objetar que la creación suele adscribirse más bien al ámbito de lo sensible y de las artes, debido a lo mucho que el arte contribuye a que existan entidades espirituales, y a lo mucho que los conceptos filosóficos son también sensibilia. A decir verdad, las ciencias, las artes, la filosofía son igualmente creadoras, aunque corresponda únicamente a la filosofía la creación de conceptos en sentido estricto. Los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos, fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean. Nietzsche determinó la tarea de la filosofía cuando escribió: ‘los filósofos ya no deben darse por satisfechos con aceptar los conceptos que se les dan para limitarse a limpiarlos y a darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos, plantearlos y convencer a los hombres de que recurran a ellos. Hasta ahora, en resumidas cuentas, cada cual confiaba en sus conceptos como en una dote milagrosa procedente de algún igual de milagros’, pero hay que sustituir la confianza por la desconfianza, y de lo que más tiene que desconfiar el filósofo es de los conceptos mientras no los haya creado él mismo (Platón lo sabía perfectamente, aunque enseñara lo contrario...) Platón decía que había que contemplar las Ideas, pero tuvo antes que crear el concepto de idea. ¿Qué valor tendría un filósofo del que se pudiera decir: no ha creado conceptos, no ha creado sus conceptos?” (Ídem).
Los conceptos (filosóficos) son una condición de posibilidad del pensamiento (filosófico), aunque en ocasiones su creación se torne perturbadora y peligrosa. Normalmente (y esta es su historia), los conceptos filosóficos entran en rivalidad y oposición con otros conceptos (filosóficos). Esta rivalidad hace que los textos filosóficos sean en ocasiones ponzoñosos, ardientes y vigorosos, como los famosos libros de Federico Engels, Anti-Düring, y Vladimir Lenin, Materialismo y Empiriocriticismo, en los que se refutan las tesis de Eugenio Düring (el primero) y Richard Avenarius y Ernst Mach (el segundo).
¿Qué más tienen en común los textos filosóficos? Son estructuras construidas a partir de interrogantes, dado que cada pregunta (planteada) conduce a otras preguntas. La filosofía es un continuo preguntar. Pero no es un preguntar cualquiera. Por ser una forma especial de interrogar es necesario dilucidar las generalidades inherentes a este preguntar:
“Todo preguntar es un buscar. Todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado. Preguntar es buscar conocer ‘qué es’ y ‘cómo es’ un ente. Buscar este conocer puede volverse un ‘investigar’ o poner en libertad y determinar aquello por lo que se pregunta. El preguntar tiene, en cuanto ‘preguntar por...’, su aquello de que se pregunta. Todo ‘preguntar por...’ es de algún modo ‘preguntar a...’. Al preguntar es inherente, además del aquello de que se pregunta, un aquello a que se pregunta. En la pregunta que investiga, es decir, específicamente teorética, se trata de determinar y traducir en conceptos aquello de que se pregunta. En esto reside, como aquello a que propiamente se tiende, aquello que se pregunta y en que el preguntar llega a la meta. El preguntar mismo tiene, en cuanto conducta de un ente, de aquel que pregunta, un peculiar ‘carácter de ser’. El preguntar puede llevarse a cabo como un ‘no más que preguntar’ o como un verdadero preguntar. Lo peculiar de éste reside en que el preguntar ‘ve a través’ de sí desde el primer momento en todas las direcciones de los mencionados caracteres constitutivos de la pregunta misma” (Heidegger, 1993).
En la pregunta están presentes tres elementos: 1) hay algo preguntado (lo que se busca); 2) algo interrogado (receptor de la pregunta); y, 3) algo averiguado (la respuesta apuntada). Quien pregunta sabe (también) que pregunta, y al saber esto sabe (también) qué persigue o qué pretende; sin este saber previo, la pregunta carece de sentido; se pregunta desde el saber. Quien pregunta sabe que hay una respuesta y ésta se determina cuando se conoce la pregunta; preguntar cuando se considera, de antemano, que no hay respuesta, no es un preguntar serio (la pregunta sin respuesta es una pseudopregunta). Quien pregunta, pregunta generalmente a los demás: a otros hombres, a un texto, a la realidad. Al preguntar se está “realizando una determinada elección” de lo que se desea conocer (cf. Keller, 1988).
Para poder preguntar es necesario disponer de algún conocimiento; esto permite que la pregunta sea adecuada y tenga sentido. Además, este saber previo proporciona los límites de la frontera con la ignorancia. No es lo mismo preguntar desde el conocimiento que desde el desconocimiento o desde la opinión, entendida por Platón como un estado de llenura.
“Curiosamente Platón comienza a teorizar sobre el conocimiento con una reflexión sobre el desconocimiento. La ignorancia no la define como un estado de carencia, sino como un estado de llenura. Nos dice, por ejemplo, que si la ignorancia fuera como el hambre, un estado de carencia, la educación sería el trabajo más sencillo del mundo, porque sería como dar de comer a un hambriento. Pero desgraciadamente no es así. La ignorancia no es una ausencia o una falta, sino por el contrario, un estado en el que nos sentimos pletóricos de opiniones y saberes en los que, por lo demás, tenemos una confianza desmesurada.
La carencia sólo se produce después de una reflexión, de una vuelta sobre sí mismo a partir de la cual se ponen en cuestión las propias creencias y las formas de pensar que nos han conducido a ellas. La carencia es entonces un resultado del proceso de conocer y no su punto de partida, porque lo que hay inicialmente es un dominio generalizado de la opinión, que es el término que usa Platón” (Zuleta, 2005).
Todo texto filosófico, como todo texto escrito, tiene una finalidad comunicativa. La intencionalidad del texto filosófico elaborado como ponencia va dirigido a un auditorio, a un conjunto de personas que primero son oyentes y posteriormente lectores. Es un texto filosófico para ser leído, y leído en un tiempo determinado, lo cual ya establece unos límites sobre la longitud del mismo. A lo anterior hay que agregar que el auditorio no está compuesto por una comunidad homogénea de oyentes, a quienes se pide una comprensión (desde su sistema de creencias y conocimientos) del mismo, para luego debatirlo. El texto filosófico leído ante el auditorio, a diferencia de los textos filosóficos leídos en el ejercicio de la lectura individual, libre y solitaria de quien desea leerlos, no se defiende por sí solo, sino que cuenta con el auxilio de su autor. En la ponencia el autor del texto sale en defensa de su obra, a diferencia de la queja que presenta Platón:
“Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, caen en un desdeñoso mutismo. Lo mismo les ocurre a las palabras escritas. Se creerían que hablan como si comprendieran algo de lo que dicen pero, si se les pregunta, queriendo aprender algo de lo dicho, expresan tan sólo una cosa que siempre es la misma... constantemente necesitan de la ayuda de sus padres, pues por sí solas no son capaces de defenderse ni de socorrerse a sí mismas” (Platón, Fedro).
El conversatorio es una forma de interpretación del texto filosófico. Dada la complejidad de la estructura inferencial del mismo, el texto presenta la tesis, las premisas y los argumentos, quedando algunos elementos en forma implícita que es necesario hacer patentes y aclarar. El conversatorio, que se constituye en un tipo de lectura, es un proceso productivo entre el texto filosófico leído (como fuente de conocimiento), el oyente (quien aporta saberes en la medida en que ha realizado un trabajo de interpretación) y el autor (quien, desde los conceptos empleados, clarifica). El conversatorio es, también, un ejercicio del pensamiento en público; un uso público de la razón. El propósito del conversatorio es entregar al joven oyente, y al auditorio en general, las herramientas para ingresen al mundo del texto, descubriendo sus tesis, sus hipótesis, su red conceptual. El conversatorio es ya una forma social de pensar el texto y de construir conocimientos sociales a partir de él.
REFERENCIAS:
ALBERT KELLER, Teoría General del Conocimiento, Herder, Barcelona, 1988.
ESTANISLAO ZULETA, Educación y Democracia un Campo de Combate, Fundación Estanislao Zuleta – Corporación Tercer Milenio, Cali, 1995.
ESTANISLAO ZULETA, Lógica y Crítica, Hombre Nuevo Editores – Fundación Estanislao Zuleta, Medellín, 2005.
GASTON BACHELARD, La Formación del Espíritu Científico,
GILLES DELEUZE y FÉLIZ GUATTARI, ¿Qué es la Filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993.
INMANUEL KANT, Crítica del Juicio, Seguida de las Observaciones sobre el Asentimiento de lo Bello y lo Sublime, Librerías de Francisco Saavedra y Antonio Novo, Madrid, 1876, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/57960731216137495222202/p0000001.htm#I_1_, ingreso Septiembre 11 de 2008.
JEAN-FRANÇOIS LYOTARD, ¿Por Qué Filosofar?, Paidós, Bercelona, 1989.
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA, ¿Enseñar Filosofía o Aprender a Filosofar?, Editorial ASED, Bucaramanga, 1995.
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ y LUZ MARÍA GUTIÉRREZ CELIS, El Problema de la Filosofía. ¿Qué es la Filosofía? Filosofar 1, Escuela Normal Superior de Bucaramanga, 2007.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET, ¿Qué es Filosofía?, Espasa-Calpe S.A., Madrid, 1973.
KARL R. POPPER, Conjeturas y Refutaciones. El Desarrollo del Conocimiento Científico, Piados, Barcelona, 1994.
LOUIS ALTHUSSER, Curso de Filosofía Para Científicos, Planeta-Agostini, Bogotá, 1985.
MARTÍN HEIDEGGER, El Ser y El Tiempo, Fondo de Cultura Económica, Santa Fé de Bogotá, 1993.
MONIQUE DENYER, JACQUES FURNÉMONT, ROGER POULAIN Y GEORGES VANLOUBBEECK, Las Competencias en la Educación. Un Balance, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2008.
SIMÓN MARIO GÓMEZ, Didáctica de la Filosofía, USTA, Bogotá, 1983.
VLADIMIR LENIN, Materialismo y Empirocriticismo, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1974, http://www.marx2mao.com/M2M(SP)/Lenin(SP)/MEC08NBs.html.
EL PROYECTO CONGRESO DE FILOSOFÍA
JORGE ALBERTO DEHÁQUIZ MEJÍA
Docente de Filosofía Escuela Normal Superior de Bucaramanga
1. JUSTIFICACIÓN
El estudio de la filosofía, que esta prescrito para los últimos años del bachillerato, tiene un propósito: consolidar en el alumno la libertad de pensamiento a partir de la misma filosofía y sus problemas. El ejercicio de un pensamiento autónomo, crítico y reflexivo se convierte en una invitación a arriesgarse por la vida pensando el mundo en que se habita, lo cual sólo es posible cuando se ponen “en ejercicio las facultades superiores del hombre: su pensamiento, su reflexión, su juicio, lo que modernamente se ha plasmado en un verbo: ‘filosofar’” (Gómez, 1983).
El fruto del proceso de la filosofía, como filosofar, es el uso público de la razón por parte de los estudiantes bachilleres:
“Al culminar el proceso educativo-escolarizado de la secundaria y tras adquirir y formar una actitud intelectual crítico-analítica, extendida a todos los campos del pensar, del conocer y del actuar, el joven bachiller debe estar en capacidad de hacer uso público de su razón, de su racionalidad como discurrir filosófico y científico, sopesando cada afirmación, cada argumentación, autoevaluando sus propuestas ideológicas y confrontando con la crítica de otros sus construcciones teóricas sobre el mundo. Esta actitud, que es la disposición normal de la persona que ha llegado a la mayoría de edad, es fundamental, según sugiere Karl Raimund Popper, ‘no sólo para el progreso del conocimiento, sino también para lograr establecer sociedades en donde sea posible derrumbar ideas que no nos gustan sin necesidad de eliminar a aquellos que las sustentan’” (Deháquiz, 1995).
El uso público la razón requiere, como todos los actos de madurez y autonomía, preparación y entrenamiento; no es algo espontáneo. En vistas de lo anterior, la propuesta de realizar un congreso de filosofía, pensado para los jóvenes y organizado por ellos, tiene como objetivo abrir espacios para el uso público de la razón entre congéneres.
El ejercicio público de la razón, en el escenario del congreso juvenil de filosofía, implica la puesta en acción de las competencias filosóficas adquiridas en el desarrollo del proceso de aprendizaje de la filosofía. Son los jóvenes ponentes quienes, en primera línea, tienen que hacer gala de dichas competencias, y quienes mejor encarnan lo que Philippe Meirieu llama “aprender a hacer lo que no se sabe, haciéndolo”.
Se pueden identificar, a modo de hipótesis de trabajo y siguiendo el trabajo de Monique Denyer (cf. Denyer et al, 2008), cuatro competencias filosóficas básicas para la elaboración de las ponencias:
a) Plantear, a partir de las temáticas propuestas por el congreso, un problema filosófico. Plantear problemas significa formular retos al pensamiento; esto se da porque, como lo plantea Ernst Mach, se produce una lucha entre el saber adquirido y el esfuerzo por adaptarse a nuevas situaciones; para este autor, un problema es “un desacuerdo entre los pensamientos y los hechos, o un desacuerdo entre pensamientos”. En palabras de Karl Popper, los problemas expresan expectativas o supuestos teóricos defraudados, dificultades no resueltas, contradicciones entre asertos establecidos. En síntesis, plantear un problema, refleja un “desequilibrio cognitivo”, que gatilla el interés por abordarlo en aras de dar una solución.
Los problemas pueden ser de carácter práctico, conceptual o teórico. Para su solución es necesario plantear hipótesis imaginativas, arriesgadas. En filosofía esto implica plantear un nuevo enfoque, una manera distinta de decir las cosas, contradiciendo o modificando las conjeturas que se tienen. Se puede tomar, a modo de ejemplo, el siguiente ejercicio que hace el filósofo español José Ortega y Gasset.
“Los antiguos y medievales tenían su definición mínima de hombre, en rigor y para nuestra vergüenza, no superada: es el animal racional. Coincidimos con ella, la pena es que para nosotros se ha hecho no poco problemático saber claramente qué es ser animal y qué ser racional. Por eso preferimos decir, para los efectos de la historia, que hombre es todo ser viviente que piensa con sentido y que por eso podemos nosotros entenderlo” (Ortega y Gasset, 1973).
En filosofía plantear un problema significa romper con la “inocencia”, con los “paraísos” en los que se instalan las ideas. Todos queremos estar rodeados de paraísos o vivir en el paraíso. Lo paradójico es que este “paraíso” puede ser un “antro”, una “caverna”, un contexto (social e ideológico) adverso a la razón (como lo describe Platón su famosa alegoría). Paraíso o caverna significan estar en lo obvio, sin sospechas ni dudas; este es un estado en el que el individuo cree saberlo todo y se siente seguro ante aquello que se le aparece porque le incumbe en cuanto le es útil. La caverna o el paraíso representan el dominio de las opiniones. Éstas constituyen un poderoso obstáculo (cognitivo o epistemológico) para abordar nuevas ideas.
“La ciencia, tanto en su principio como en su necesidad de coronamiento, se opone en absoluto a la opinión. Si en alguna cuestión particular debe legitimar la opinión, lo hace por razones distintas de las que fundamentan la opinión; de manera que la opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal; no piensa; traduce necesidades en conocimiento. Al designar a los objetos por su utilidad, ella se prohíbe el conocerlos. Nada puede fundarse sobre la opinión: ante todo es necesario destruirla. Ella es el primer obstáculo a superar. No es suficiente, por ejemplo, rectificarla en casos particulares, manteniendo, como una especie de moral provisoria, un conocimiento vulgar provisorio. El espíritu científico nos impide tener opinión sobre cuestiones que no comprendemos, sobre cuestiones que no sabemos formular claramente. Ante todo es necesario saber plantear los problemas. Y dígase lo que se quiera, en la vida científica los problemas no se plantean por sí mismos. Es precisamente este sentido del problema el que sindica el verdadero espíritu científico. Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nada es espontáneo. Nada es dado. Todo se construye” (Bachelard).
b) Analizar y criticar fuentes filosóficas. Plantear un problema filosófico requiere la revisión de una serie de fuentes filosóficas. Monique Denyer expresa que “los alumnos generalmente tienen ciertos conocimientos del mundo, pero muy pocos conocimientos literarios”. Para el presente caso “literarios” significa “filosóficos”. No se puede abordar plenamente un problema filosófico dejando de lado el discurso que lo delimita, el cual está expresado en los pensamientos de los filósofos; pensamientos que, a su vez, requieren una asimilación crítica, una reapropiación imaginativa.
Por tal razón, el congreso –en cada convocatoria– debe poner a disposición de los convocados una serie de fuentes filosóficas de primera mano; éstos, según sus intereses filosóficos, indagarán por otras fuentes complementarias. Un estatuto epistemológico básico del quehacer filosófico es que se filosofa de cara a los filósofos, como se hace ciencia de cara a los científicos, es decir, conociendo sus aportes teóricos y controvirtiendo con ellos. Un procedimiento ajeno al discurso filosófico conduce al espontaneísmo de las ideas, a la “opinión”. No se puede filosofar plenamente sin la aprehensión de la filosofía; sin conocer el pensamiento de los filósofos. Se da una relación dialéctica entre filosofar (el discurso del joven) y la filosofía (los logros concretos del pensamiento humano).
En la revisión de las fuentes filosóficas es importante mirar a los pensadores de todos los tiempos, ya que los problemas filosóficos (en líneas generales) han sido abordados de forma diferentes en el transcurso de la historia del pensamiento humano.
“En filosofía una cosa es clara: es preciso leer a los autores de todos los tiempos, a los clásicos, a los que en expresión de Gottfried Wilhelm von Leibniz (retomando al teólogo del siglo XVI Augustine Steuch), constituye la philosophia perennis (filosofía perenne), las adquisiciones fundamentales de la filosofía antigua y medieval; y a los phiolosophi novi, a los filósofos y científicos modernos y actuales” (Deháquiz y Gutiérrez, 2007).
c) Sobre la base de las fuentes filosóficas plantear una tesis, una proposición que exprese una idea “contundente”, que requiere ser argumentada. Esta idea está llamada a retar el pensamiento y la escala de valores y de actuación de los interlocutores en el ejercicio público de la razón. Con esta proposición se evidencia el dominio que tiene el joven sobre la problemática que ha planteado, pues ella permite enfocar y organizar las ideas que la argumentan, para posteriormente expresarlas conscientemente y con claridad.
Es importante destacar acá un elemento esencial de la actividad reflexiva de carácter filosófico: al momento de formular su tesis y en el ejercicio de argumentación, el joven filósofo debe aquilatar (examinar y apreciar) su propio pensamiento, ponderando sus ideas. Para ello es bueno apropiarse de lo que Inmanuel Kant llama “máximas del entendimiento humano”: 1) pensar por sí mismo; 2) pensar desde la perspectiva del otro; y 3) pensar siempre de modo consecuente.
“He aquí las máximas de la inteligencia común, que no forman parte ciertamente de la crítica del gusto, pero que pueden servir de explicación a sus principios: 1º, pensar por sí mismo; 2º, pensar en sí, colocándose en el puesto de otro; 3º, pensar de manera que se esté siempre de acuerdo consigo mismo. La primera, es la máxima de un espíritu libre de prejuicios; la segunda, la de un espíritu extensivo; la tercera, de la de un espíritu consecuente. La tendencia a una razón pasiva, por consiguiente, a la heteronomía de la razón, se llama prejuicio” (Kant, 1876).
d) Propuesta la tesis y trazada la argumentación, concebir y elaborar la ponencia como estrategia de comunicación del discurso filosófico construido. Esta competencia es la más compleja de todas.
La ponencia pide la elaboración, o mejor, redacción de un texto para ser leído en público. Acá la escritura se coloca al servicio de la oralidad. La ponencia, como expresión del uso público de la razón, es un ejercicio de oralidad. Ésta reconfigura el problema “filosófico” planteado por el joven a partir de las lecturas que hace del problema: la vital y la filosófica. En cuanto a la primera, cabe recordar a Federico Nietzsche cuando afirma que “nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a que no se tiene acceso desde la vivencia”. Respecto de la segunda, implica poner en acción las competencias relacionadas con la revisión crítica de las fuentes filosóficas.
La cuestión inicial está en determinar qué características debe tener el texto que sirve de base a la ponencia, y que, además, es de carácter filosófico. Se hace necesario, entonces, preguntar sobre qué características debe tener un “texto filosófico”. Eduardo de Bustos Guadaño dice que esta cuestión causa perplejidad, “una reacción característicamente filosófica”. Difícilmente se puede establecer una propiedad o un conjunto de propiedades que permitan definir y caracterizar un texto filosófico para ser leído en público.
Para una tentativa de caracterización se pueden tomar algunos ejemplos de textos filosóficos que fueron leídos en público o que recogen intervenciones públicas de filósofos: las lecciones de filosofía impartidas por José Ortega y Gasset en la Universidad de Madrid y, tras el cierre de ésta, en la Sala Rex y en el Teatro Infanta Beatriz entre 1929 y 1930, recogidas en el libro ¿Qué es Filosofía?; el Curso de Filosofía Para Científicos dirigido por Louis Althusser en la Escuela Normal Superior de París en el año 1967; los cursos orales extrauniversitarios de Xavier Zubiri; las conferencias dadas por Jean-François Lyotard a los estudiantes de propedéutica de la Soborna en París, en el año 1964, recopiladas en el libro ¿Por Qué Filosofar?; las conferencias de Estanislao Zuleta en las Universidades del Valle en Cali (1975) y Libre de Bogotá (1978), recogidas en el libro Educación y Democracia un Campo de Combate; las diversas disertaciones públicas de Karl Popper transcritas en Conjeturas y Refutaciones.
¿Qué tienen en común estos textos? Son estructuras argumentativas e inferenciales complejas, en las que se crean y recrean conceptos (filosóficos): “la filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos” (Deleuze y Guattari, 1993: 7). Los filósofos piensan e inventan conceptos (“ser”, Parménides; “ideas”, Platón; “substancia”, Aristóteles; “cogito”, Descartes; “mónadas”, Leibniz; “falsación”, Popper; “revoluciones científicas”, Kuhn); son especialistas en conceptos.
“El filósofo es el amigo del concepto, está en poder del concepto. Lo que equivale a decir que la filosofía no es un mero arte de formar, inventar o fabricar conceptos, pues los conceptos no son necesariamente formas, inventos o productos. La filosofía, con mayor rigor, es la disciplina que consiste en crear conceptos. (...) Crear conceptos siempre nuevos, tal es el objeto de la filosofía. El concepto remite al filósofo como aquel que lo tienen en potencia, o que tiene su poder o cu competencia, porque tiene que ser creado. No cabe objetar que la creación suele adscribirse más bien al ámbito de lo sensible y de las artes, debido a lo mucho que el arte contribuye a que existan entidades espirituales, y a lo mucho que los conceptos filosóficos son también sensibilia. A decir verdad, las ciencias, las artes, la filosofía son igualmente creadoras, aunque corresponda únicamente a la filosofía la creación de conceptos en sentido estricto. Los conceptos no nos están esperando hechos y acabados, como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos. Hay que inventarlos, fabricarlos o más bien crearlos, y nada serían sin la firma de quienes los crean. Nietzsche determinó la tarea de la filosofía cuando escribió: ‘los filósofos ya no deben darse por satisfechos con aceptar los conceptos que se les dan para limitarse a limpiarlos y a darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos, plantearlos y convencer a los hombres de que recurran a ellos. Hasta ahora, en resumidas cuentas, cada cual confiaba en sus conceptos como en una dote milagrosa procedente de algún igual de milagros’, pero hay que sustituir la confianza por la desconfianza, y de lo que más tiene que desconfiar el filósofo es de los conceptos mientras no los haya creado él mismo (Platón lo sabía perfectamente, aunque enseñara lo contrario...) Platón decía que había que contemplar las Ideas, pero tuvo antes que crear el concepto de idea. ¿Qué valor tendría un filósofo del que se pudiera decir: no ha creado conceptos, no ha creado sus conceptos?” (Ídem).
Los conceptos (filosóficos) son una condición de posibilidad del pensamiento (filosófico), aunque en ocasiones su creación se torne perturbadora y peligrosa. Normalmente (y esta es su historia), los conceptos filosóficos entran en rivalidad y oposición con otros conceptos (filosóficos). Esta rivalidad hace que los textos filosóficos sean en ocasiones ponzoñosos, ardientes y vigorosos, como los famosos libros de Federico Engels, Anti-Düring, y Vladimir Lenin, Materialismo y Empiriocriticismo, en los que se refutan las tesis de Eugenio Düring (el primero) y Richard Avenarius y Ernst Mach (el segundo).
¿Qué más tienen en común los textos filosóficos? Son estructuras construidas a partir de interrogantes, dado que cada pregunta (planteada) conduce a otras preguntas. La filosofía es un continuo preguntar. Pero no es un preguntar cualquiera. Por ser una forma especial de interrogar es necesario dilucidar las generalidades inherentes a este preguntar:
“Todo preguntar es un buscar. Todo buscar tiene su dirección previa que le viene de lo buscado. Preguntar es buscar conocer ‘qué es’ y ‘cómo es’ un ente. Buscar este conocer puede volverse un ‘investigar’ o poner en libertad y determinar aquello por lo que se pregunta. El preguntar tiene, en cuanto ‘preguntar por...’, su aquello de que se pregunta. Todo ‘preguntar por...’ es de algún modo ‘preguntar a...’. Al preguntar es inherente, además del aquello de que se pregunta, un aquello a que se pregunta. En la pregunta que investiga, es decir, específicamente teorética, se trata de determinar y traducir en conceptos aquello de que se pregunta. En esto reside, como aquello a que propiamente se tiende, aquello que se pregunta y en que el preguntar llega a la meta. El preguntar mismo tiene, en cuanto conducta de un ente, de aquel que pregunta, un peculiar ‘carácter de ser’. El preguntar puede llevarse a cabo como un ‘no más que preguntar’ o como un verdadero preguntar. Lo peculiar de éste reside en que el preguntar ‘ve a través’ de sí desde el primer momento en todas las direcciones de los mencionados caracteres constitutivos de la pregunta misma” (Heidegger, 1993).
En la pregunta están presentes tres elementos: 1) hay algo preguntado (lo que se busca); 2) algo interrogado (receptor de la pregunta); y, 3) algo averiguado (la respuesta apuntada). Quien pregunta sabe (también) que pregunta, y al saber esto sabe (también) qué persigue o qué pretende; sin este saber previo, la pregunta carece de sentido; se pregunta desde el saber. Quien pregunta sabe que hay una respuesta y ésta se determina cuando se conoce la pregunta; preguntar cuando se considera, de antemano, que no hay respuesta, no es un preguntar serio (la pregunta sin respuesta es una pseudopregunta). Quien pregunta, pregunta generalmente a los demás: a otros hombres, a un texto, a la realidad. Al preguntar se está “realizando una determinada elección” de lo que se desea conocer (cf. Keller, 1988).
Para poder preguntar es necesario disponer de algún conocimiento; esto permite que la pregunta sea adecuada y tenga sentido. Además, este saber previo proporciona los límites de la frontera con la ignorancia. No es lo mismo preguntar desde el conocimiento que desde el desconocimiento o desde la opinión, entendida por Platón como un estado de llenura.
“Curiosamente Platón comienza a teorizar sobre el conocimiento con una reflexión sobre el desconocimiento. La ignorancia no la define como un estado de carencia, sino como un estado de llenura. Nos dice, por ejemplo, que si la ignorancia fuera como el hambre, un estado de carencia, la educación sería el trabajo más sencillo del mundo, porque sería como dar de comer a un hambriento. Pero desgraciadamente no es así. La ignorancia no es una ausencia o una falta, sino por el contrario, un estado en el que nos sentimos pletóricos de opiniones y saberes en los que, por lo demás, tenemos una confianza desmesurada.
La carencia sólo se produce después de una reflexión, de una vuelta sobre sí mismo a partir de la cual se ponen en cuestión las propias creencias y las formas de pensar que nos han conducido a ellas. La carencia es entonces un resultado del proceso de conocer y no su punto de partida, porque lo que hay inicialmente es un dominio generalizado de la opinión, que es el término que usa Platón” (Zuleta, 2005).
Todo texto filosófico, como todo texto escrito, tiene una finalidad comunicativa. La intencionalidad del texto filosófico elaborado como ponencia va dirigido a un auditorio, a un conjunto de personas que primero son oyentes y posteriormente lectores. Es un texto filosófico para ser leído, y leído en un tiempo determinado, lo cual ya establece unos límites sobre la longitud del mismo. A lo anterior hay que agregar que el auditorio no está compuesto por una comunidad homogénea de oyentes, a quienes se pide una comprensión (desde su sistema de creencias y conocimientos) del mismo, para luego debatirlo. El texto filosófico leído ante el auditorio, a diferencia de los textos filosóficos leídos en el ejercicio de la lectura individual, libre y solitaria de quien desea leerlos, no se defiende por sí solo, sino que cuenta con el auxilio de su autor. En la ponencia el autor del texto sale en defensa de su obra, a diferencia de la queja que presenta Platón:
“Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, caen en un desdeñoso mutismo. Lo mismo les ocurre a las palabras escritas. Se creerían que hablan como si comprendieran algo de lo que dicen pero, si se les pregunta, queriendo aprender algo de lo dicho, expresan tan sólo una cosa que siempre es la misma... constantemente necesitan de la ayuda de sus padres, pues por sí solas no son capaces de defenderse ni de socorrerse a sí mismas” (Platón, Fedro).
El conversatorio es una forma de interpretación del texto filosófico. Dada la complejidad de la estructura inferencial del mismo, el texto presenta la tesis, las premisas y los argumentos, quedando algunos elementos en forma implícita que es necesario hacer patentes y aclarar. El conversatorio, que se constituye en un tipo de lectura, es un proceso productivo entre el texto filosófico leído (como fuente de conocimiento), el oyente (quien aporta saberes en la medida en que ha realizado un trabajo de interpretación) y el autor (quien, desde los conceptos empleados, clarifica). El conversatorio es, también, un ejercicio del pensamiento en público; un uso público de la razón. El propósito del conversatorio es entregar al joven oyente, y al auditorio en general, las herramientas para ingresen al mundo del texto, descubriendo sus tesis, sus hipótesis, su red conceptual. El conversatorio es ya una forma social de pensar el texto y de construir conocimientos sociales a partir de él.
REFERENCIAS:
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KARL R. POPPER, Conjeturas y Refutaciones. El Desarrollo del Conocimiento Científico, Piados, Barcelona, 1994.
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SIMÓN MARIO GÓMEZ, Didáctica de la Filosofía, USTA, Bogotá, 1983.
VLADIMIR LENIN, Materialismo y Empirocriticismo, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1974, http://www.marx2mao.com/M2M(SP)/Lenin(SP)/MEC08NBs.html.
domingo, 25 de enero de 2009
BIENVENIDOS
Hola Chicos y Chicas,
Somos LUZ MARIA, docente del Colegio Aurelio Martínez Mutis de Bucaramanga, y JORGE ALBERTO, docente de la Escuela Normal Superior de Bucaramanga. Este será nuestro sitio en la red para publicar los documentos y trabajos que asignaremos durante este año 2009 a nuestros estudiantes.
Estamos aprendiendo a utilizar esta herramienta interactiva. Pronto seremos expertos y podremos embellecer este sitio.
Nuestro lema: ¡¡¡CARPE DIEM!!! (aprovecha el dïa).
Nuestro reto: ¡SAPERE AUDE! (sé osado; atrévete a pensar).
Somos LUZ MARIA, docente del Colegio Aurelio Martínez Mutis de Bucaramanga, y JORGE ALBERTO, docente de la Escuela Normal Superior de Bucaramanga. Este será nuestro sitio en la red para publicar los documentos y trabajos que asignaremos durante este año 2009 a nuestros estudiantes.
Estamos aprendiendo a utilizar esta herramienta interactiva. Pronto seremos expertos y podremos embellecer este sitio.
Nuestro lema: ¡¡¡CARPE DIEM!!! (aprovecha el dïa).
Nuestro reto: ¡SAPERE AUDE! (sé osado; atrévete a pensar).
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